Capítulo 34: La Comida - Page 6 of 7
- ¡Qué perito ni que peritas! –exclama con burla el P. Dámaso-. ¡Quien necesite de peritos es un perrito!. ¡Hay que ser más bruto que los indios que se levantan sus propias casas, para no saber hacer construir cuatro paredes y ponerles un tapanco [24] encima, que es todo una escuela!.
Todos miraron hacia Ibarra, pero éste, si bien se puso pálido, siguió como conversando con María Clara.
- Pero considere V.R....
- Vea Ud. –continúa el franciscano no dejando hablar al Alcalde-, vea Ud. como un lego nuestro, el más bruto que tenemos, ha construido un hospital bueno, bonito y barato. Hacía trabajar bien y no pagaba más que ocho cuartos diarios a los que tenían que venir de otros pueblos. Ese sabía tratarlos, no como muchos chiflados y mesticillos, que los echan a perder pagándoles tres o cuatro reales.
- ¿Dice V.R. que sólo pagaba ocho cuartos?. ¡Imposible! –trata el Alcalde de cambiar el curso de la conversación.
- Sí señor, y eso debían imitar los que se precian de buenos españoles. Ya se ve, desde que el Canal de Suez se ha abierto, la corrupción ha venido acá. ¡Antes, cuando teníamos que doblar el Cabo, ni venían tantos perdidos, ni iban allá otros a perderse!.
- Pero, ¡P. Dámaso...!.
- Ud. ya conoce lo que es el indio: tan pronto aprende algo, se las echa de doctor. Todos esos mocosos que se van a Europa.
- Pero, ¡oiga V.R....! –interrumpía el Alcalde, que se inquietaba por lo agresivo de aquellas palabras.
- Todos van a acabar como merecen –continúa-; la mano de Dios se ve en medio, se necesita estar ciego para no verlo. Ya en esta vida reciben el castigo los padres de semejantes víboras... se mueren en la cárcel, ¡je!, ¡je!, como si dijéramos no tienen donde...
Pero no concluyó la frase. Ibarra, lívido, le había estado siguiendo con la vista; al oír la alusión a su padre, se levantó de un salto, dejó caer su robusta mano sobre la cabeza del sacerdote, que cayó de espaldas atontado.
Llenos de sorpresa y terror, ninguno se atrevió a intervenir.
- ¡Lejos! –gritó el joven con voz terrible, y extendió su mano a un afilado cuchillo mientras sujetaba con el pie el cuello del fraile, que volvía de su atolondramiento-; ¡el que no quiera morir que no se acerque!.
Ibarra estaba fuera de sí: su cuerpo temblaba, sus ojos giraban en sus órbitas amenazadores. Fr. Dámaso haciendo un esfuerzo, se levantó, pero él, cogiéndole del cuello, le sacudió hasta ponerle de rodillas y doblarle.
- ¡Señor de Ibarra!, ¡señor de Ibarra! –balbucearon algunos.
[24] Tejado provisional que puede ser de cañas, hierba, etc.