Capítulo 34: La Comida - Page 2 of 7
- ¡Noto la ausencia de nuestro gran predicador! –dice tímidamente uno de los empleados, de aspecto inofensivo, que no había abierto la boca hasta el momento de comer y hablaba ahora por primera vez en toda la mañana.
Todos los que sabían la historia del padre de Crisóstomo hicieron un movimiento y un guiño que quería decir: “¡Ande Ud.!. ¡Al primer tapón zurrapas”! pero algunos más benévolos contestaron:
- Debe estar algo cansado...
- ¿Qué algo? – exclama el alférez-, rendido debe estar y, como dicen por aquí, malunqueado [14]. ¡ Cuidado con la plática!.
- ¡Un sermón soberbio, gigante! –dice el escribano.
- ¡Magnífico, profundo! –dice el corresponsal.
- Para poder hablar tanto, se necesita tener los pulmones que él tiene –observa el P. Manuel Martín.
El agustino no le concedía más que pulmones.
- Y la facilidad de expresarse –añade el P. Salví.
- ¿Saben Uds. que el señor de Ibarra tiene el mejor cocinero de la provincia? –dice el Alcalde cortando la conversación.
- Eso decía, pero su hermosa vecina no quiere honrar la mesa, pues apenas prueba bocado –repuso uno de los empleados.
María Clara se ruborizó.
- Doy gracias al Señor... se ocupa demasiado de mi persona –balbuceó tímidamente-, pero...
- Pero que la honra Ud. bastante con sola su asistencia, concluyó el galante Alcalde, y volviéndose al P. Salví.
- Padre Cura –añadió en voz alta-, noto que todo el día está V.R. callado y pensativo...
- ¡El Señor Alcalde es un terrible observador! –exclama el P. Sibyla en un tono particular.
- Esa es mi costumbre –balbucea el franciscano-; me gusta más oír que hablar.
- ¡V.R. atiende siempre a ganar y no perder! –dice en tono de broma el alférez.
El P. Salví no tomó la cosa a broma: su mirada brilló un momento y replicó:
[14] Hecho polvo.