Capítulo 40: El Derecho Y La Fuerza - Page 3 of 6
- Siempre respondo de los actos que emanan de mi propia voluntad, Padre -contestó D. Filipo inclinándose ligeramente-, pero mi pequeña autoridad no me faculta para mezclarme en asuntos religiosos. Los que quieran evitar su contacto que no hablen con él: el Sr. Ibarra no fuerza tampoco a nadie.
- Pero es dar ocasión al peligro, ¡y quien ama el peligro en él perece!.
- No veo peligro alguno, Padre: el Sr. Alcalde y el Capitán General, mis superiores, han estado hablando con él toda la tarde y no les he de dar una lección.
- Si no le echas de aquí, salimos nosotros.
- Lo sentiría muchísimo, pero no puedo echar de aquí a nadie.
El cura se arrepintió, pero ya no había remedio. Hizo una seña a su compañero, que se levantó con pesar y ambos salieron. Imitáronlos las personas adictas, no sin lanzar antes una mirada de odio a Ibarra.
Los murmullos y los cuchicheos subieron de punto: acercáronse y saludaron entonces varias personas al joven y decían:
- ¡Nosotros estamos con Ud.; no haga caso de ésos!.
- ¿Quiénes son ésos? –preguntó con extrañeza.
- ¡Esos que han salido para evitar su contacto!.
- ¿Por evitar mi contacto?, ¿mi contacto?.
- ¡Sí!, dicen que está Ud. excomulgado.
Ibarra, sorprendido, no supo qué decir y miró a su alrededor. Vio a María Clara que ocultaba el rostro detrás del abanico.
- Pero, ¿es posible? –exclamó al fin-, ¿todavía estamos en plena Edad Media?. De manera que...
Y acercándose a las jóvenes y cambiando de tono:
- Dispensadme –dijo-; me había olvidado de una cita; volveré para acompañaros.
- ¡Quédate! –le dijo Sinang-; Yeyeng va a bailar en La Calandria; baila divinamente.
- No puedo, amiguita, pero ya volveré.
Redoblaron los murmullos.