Capítulo 23: La Pesca - Page 5 of 9
Andeng, la hermana de leche de María Clara, a pesar de su cara limpia y alegre, tenía fama de buena cocinera. Preparó agua de arroz, tomates y camias, ayudándola o estorbándola algunos que acaso querían merecer sus simpatías. Las jóvenes limpiaban los cogollos de calabaza, los guisantes, y cortaban los paayap [13] en cortos pedazos, largos como cigarrillos.
Para distraer la impaciencia de los que deseaban ver cómo saldrían los peces de su cárcel, vivitos y coleando, la hermosa Iday cogió el arpa: Iday no solamente tocaba este instrumento sino que tenía además muy hermosos dedos.
La juventud batió las palmas, María Clara le dio un beso: el arpa es el instrumento que más se toca en aquella provincia y era el propio de aquellos momentos.
- ¡Canta, Victoria, la canción del matrimonio! –pidieron las madres.
Los hombres protestaron y Victoria, que tenía buena voz, se quejó de ronquera: “La canción del Matrimonio” es una hermosa elegía tagala en que se pintan todas las miserias y tristezas de este estado, sin mentar ninguna de sus alegrías.
Entonces pidieron que cantase María Clara:
- Todas mis canciones son tristes.
- ¡No importa, no importa! –dijeron todas.
No se hizo mas de rogar, cogió el arpa, tocó un preludio y cantó con voz vibrante, armoniosa y llena de sentimiento.
¡Dulces las horas en la propia patria
Donde es amigo cuanto alumbra el sol,
Vida es la brisa que en sus campos vuela
Grata la muerte y más tierno el amor!
-¿Tienes patria tú?
-¡Pues que llanto así
No me preguntéis
Por mi patria a mí!
Ardientes besos en los labios juegan,
De una madre en el seno al despertar,
Buscan los brazos a ceñir el cuello,
Y los ojos sonríense al mirar.
-¿Tienes madre tú?
-¡Pues que lloro así
No me preguntéis
Por mi madre a mí!
Dulce es la muerte por la propia patria,
Donde es amigo cuando alumbra el sol;
¡Muerte es la brisa para quién no tiene
Una patria, una madre y un amor!. [14]
Extinguióse la voz, cesó el canto, enmudeció el arpa y aún seguían escuchando: ninguno aplaudió. Las jóvenes sentían sus ojos llenarse de lágrimas, Ibarra parecía contrariado y el joven piloto miraba inmóvil a lo lejos.
De repente se oyó un atronador estruendo: las mujeres soltaron un grito y se taparon las orejas. Era el ex seminarista Albino que soplaba con toda la fuerza de sus pulmones en el cuerno de carabao, llamado tambulî. La risa y la animación volvieron; los ojos, llenos de lágrimas, retozaron.
- Pero ¿es que nos vas a volver sordas, hereje? –le gritó tía Isabel.