Capítulo 23: La Pesca

TODAVÍA BRILLABAN LAS estrellas en la bóveda de zafir y las aves dormitaban aún en las ramas, cuando una alegre comitiva recorría ya las calles del pueblo, dirigiéndose al lago, a la alegre luz de las antorchas de brea, que llaman comúnmente bucpes.

Eran cinco jovencitas que marchaban aprisa, cogidas de las manos o de la cintura, seguidas de algunas ancianas y de varias criadas que llevaban graciosamente sobre sus cabezas cestos llenos de provisiones, platos, etc. Al ver los semblantes en que ríe la juventud y brillan las esperanzas; al contemplar cómo flota al viento la abundante y negra cabellera y los anchos pliegues de sus vestidos, las tomaríamos por divinidades de la noche huyendo del día, si no supiésemos que son María Clara con sus cuatro amigas: la alegre Sinang, su prima, la severa Victoria, la hermosa Iday y la pensativa Neneng, la belleza modesta y temerosa.

Conversaban animadamente, reían, se pellizcaban, se hablaban al oído y después prorrumpían en carcajadas.

- ¡Vais a despertar a la gente que aún está durmiendo! –les reprendía tía Isabel-; cuando éramos jóvenes no alborotábamos tanto.

- ¡Tampoco madrugarían Uds. como nosotras, ni serían los viejos tan dormilones! –contestaba la pequeña Sinang.

Callábanse un momento, procuraban bajar la voz, pero pronto se olvidaban, reían y llenaban la calle con sus juveniles y frescos acentos.

- ¡Hazte la resentida; no le hables! –decía Sinang a María Clara-, ¡ríñele para que no se acostumbre mal!.

- ¡No seas tan exigente! –decía Iday.

- ¡Sé exigente, no seas tonta!. ¡El novio debe obedecer mientras es novio que después cuando es marido hace lo que le da la gana! –aconsejaba la pequeña Sinang.

- ¿Qué entiendes tú de eso, niña? –le corregía su prima Victoria.

- ¡Sst, silencio, que vienen!.

En efecto, venía un grupo de jóvenes alumbrándose con grandes antorchas de caña. Marchaban bastante serios al son de una guitarra.

- ¡Parece guitarra de mendigo! –dijo Sinang.

Cuando los dos grupos se encontraron, eran las mujeres las que guardaban un continente serio y formal como si aún no hubiesen aprendido a reír; por el contrario, los hombres hablaban, saludaban, sonreían y hacían seis preguntas para obtener media contestación.

- ¿Está el lago tranquilo?. ¿Creéis que vamos a tener buen tiempo? –preguntaban las madres.

- ¡No os inquietéis, señoras, yo no sé nadar bien! –contestaba un joven flaco, alto y delgado.

- ¡Debíamos antes haber oído misa! – suspiraba tía Isabel juntando las manos.

- Aún hay tiempo señora; Albino, que en su tiempo fue seminarista, la puede decir en la barca –contestó otro señalando al joven flaco y alto.

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