Capítulo 49: La Voz De Los Perseguidos

ANTES DE OCULTARSE EL SOL, ponía Ibarra el pie en la barca de Elías a la orilla del lago. El joven parecía contrariado.

- Perdonad, señor –dijo Elías con cierta tristeza al verle-; perdonad que me haya atrevido a daros esta cita; quería hablaros en libertad y aquí no tendremos testigos: dentro de una hora podemos volver.

- Os equivocáis, amigo Elías –contestó Ibarra procurando sonreír-; me tenéis que conducir a ese pueblo, cuyo campanario vemos desde aquí. La fatalidad me obliga a ello.

- ¿La fatalidad?.

- Sí, figuraos que al venir me encuentro con el alférez, que se esfuerza en ofrecerme su compañía; yo que pensaba en vos y sabía que os conocía, para alejarle le he dicho que me iba a este pueblo, en donde tendré que estar todo el día, pues el hombre me quiere buscar mañana a la tarde.

- Os agradezco esta atención, pero le hubierais dicho sencillamente que os acompañara –contestó Elías con naturalidad.

- ¿Cómo? ¿y vos?.

- No me habría reconocido, pues la única vez que me vio no podía pensar en hacer mi afiliación.

- ¡Estoy de malas! –suspiró Ibarra pensando en María Clara-. ¿Qué teníais que decirme?.

Elías miró alrededor suyo. Estaban ya lejos de la orilla; el sol se había ocultado y, como en estas latitudes el crepúsculo apenas dura, comenzaban las sombras a extenderse, y hacían brillar el disco de la luna en su lleno.

- Señor –repuso Elías con voz grave-, soy portador de los deseos de muchos desgraciados.

- ¿De los desgraciados?. ¿Qué queréis decir?.

Elías le refirió en pocas palabras la conversación que había tenido con el jefe de los tulisanes, omitiendo las dudas que éste abrigaba y sus amenazas. Ibarra le escuchaba atentamente, y cuando Elías concluyó su relato, reinó un largo silencio, que Ibarra fue el primero en romper:

- ¿De modo que desean...?.

- Reformas radicales en la fuerza armada, en los sacerdotes, en la administración de justicia, es decir, piden una mirada paternal por parte del Gobierno.

- Reformas, ¿en qué sentido?.

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