Capítulo 21: Tipos Manilenses
Aquella noche'había gran funcion en cl Teatro de Variedades.
La compañía de opereta francesa de Mr. Jouy daba su pri-mera funcion, Les Cloches de Corncville, é iba 'á exhibir á los ojosdel público su selecta troupe cuya fama venían hace dias prego-nando los periódicos. Decíase que entre las actrices las había dehermosísima voz, pero de figura más hermosa todavía y si se hade dar crédito á murmuraciones, su amabilidad estaba porencima aun de la voz y la figura.
A las siete y media de la noche ya no había billetes ni para elmismo P. Salví moribundo, y los de la entrada general forma-ban larguísima cola. En la taquilla hubo alborotos, peleas, sehabló de filibusterismo y de razas, pero no por eso se consiguieronbilletes. A las ocho menos cuarto se ofrecían precios fabulosospor un asiento de anfiteatro. El aspecto del edificio profusamenteiluminado, con plantas y flores en todas las puertas, volvía locosá los que llegaban tarde, que se deshacían en exclamaciones ymanotadas. Una numerosa muchedumbre hervía en los alrededores mirando envidiosa á los que entraban, á los que llegabantemprano temerosos de perder sus asientos : risas, murmullos,espectacion saludaban á los recien venidos, que desconsolados,se reunían con los curiosos y, ya que no podían entrar, se con-tentaban con ver á los que entraban.
Había sin embargo uno que parecía estraño á tanto afan, átanta curiosidad. Era un hombre alto, delgado, que andabalentamente arrastrando una pierna rígida. Vestia una miserableamericana color de café y un pantalon á cuadros, sucio, quemodelaba sus miembros huesudos y delgados. Un sombrerohongo, artístico á fuerza de estar roto, le cubría la enormecabeza dejando escapar unos cabellos de un gris sucio, casirubio, largos, ensortijados en sus estremos como melenas depoeta. Lo más notable en aquel hombre no era ni su traje, nisu cara europea sin barba ni bigote, sino el color rojo subido deella, color que le ha valido el apodo de Camaroncocido bajo elcual se le conocía. Era un tipo raro : perteneciente á una distin-guida familia, vivía como un vagabundo, un mendigo; de razaespañola, se burlaba del prestigio que azotaba indiferente consus harapos ; pasaba por ser una especie de repórter y á laverdad sus ojos grises tanto saltones, tanto frios y meditabundos,aparecían allí donde acontecía algo publicable. Su manera devivir era un misterio para muchos, nadie sabía donde comía nidonde dormía : acaso tuviera un tonel en alguna parte.
Camaroncocido no tenía en aquel momento la espresiondura é indiferente de costumbre : algo como una alegre compa-sion se reflejaba en su mirada. Un hombrecillo, un vejete dimi-nuto le abordó alegremente.
— Amigooó! dijo con voz ronca, quebrada como de rana,enseñando unos cuantos pesos mejicanos.
Camaroncocido vió los pesos, y se encogió de hombros. A él¿qué le importaban?
El vejete era su digno contraste. Pequeñito, muy pequeñito,cubierta la cabeza con un sombrero de copa trasformado encolosal gusano de pelo, se perdía en una levita ancha, muyancha y demasiado larga, para encontrarse al fin de unos panta-lones demasiado cortos que no pasaban de las pantorillas. Sucuerpo parecía el abuelo y las piernas los nietos, mientras quepor sus zapatos tenía aire de navegar en seco — ¡eran unosenormes zapatos de marinero que protestaban del gusano de pelo de su cabeza con la energía de un convento al lado de unaExposicion Universal! Si Camaroncocido era rojo, él era mo-reno; aquel siendo de raza española no gastaba un pelo en lacara, él, indio, tenía perilla y bigotes blancos, largos y ralos.Su mirada era viva. Llamábanle Tio Quico y, como su amigo,vivía igualmente de la publicidad : pregonaba las funciones ypegaba los carteles de los teatros. Era quizás el único filipinoque podía impunemente ir á pié con chistera y levita así comosu amigo era el primer español que se reía del prestigio de laraza.