Capítulo 19: La Mecha

Plácido Penitente salió de clase con el corazon rebosandohiel y con sombrías lágrimas en la mirada. Él era muy dignode su nombre cuando no se le sacaba de sus casillas, pero unavez que se irritaba, era un verdadero torrente, una fieraque solo se podía detener muriendo 6 matando. Tantas afrentastantos alfilerazos que día por día, habían hecho estreme-cerse su corazon depositándose en él para dormir con elsueño de víboras aletargadas, se levantaban ahora y se agitabanrugiendo de ira. Los silbidos resonaban en sus oidos con lasfrases burlonas del catedrático, las frases en lengua de tienda,y le parecía oir latigazos y carcajadas. Mil proyectos de ven-ganza surgían en su cerebro atropellándose unos á otros ydesapareciendo inmediatamente como imágenes de un sueño.Su amor propio con la tenacidad de un desesperado le gritabaque `debía obrar.

— Plácido Penitente, decía la voz, demuestra á toda esajuventud que tienes dignidad, que eres hijo de una provinciavalerosa y caballeresca donde el insulto se lava con sangre.Eres batangueño, Plácido Penitente ! Véngate, Plácido Peni-tente!

Y el joven rugía y rechinaban sus dientes y tropezaba contodo el mundo en la calle, en el puente de España, como sibuscase querella. En este último punto vio, un coche dondeiba el Vice Rector P. Sibyla, acompañado, de D. Custodio, ydiéronle grandes ganas de coger al religioso y arrojarlo alagua.

Siguió por la Escolta y estuvo tentado de empezar á cachetescon dos agustinos que sentados á la puerta del bazar deQuiroga reían y bromeaban con otros frailes que debían estaren el fondo de la tienda ocupados en alguna tertulia; se oían susategres voces y sonoras carcajadas. Algo más lejos dos cadetescerraban la acera charlando con un dependiente de un almacen en mangas de camisa : Plácido Penitente se dirigió á ellos paraabrirse paso, y los cadetes que vieron la sombría intencion deljoven y estaban de buen humor, se apartaron prudentemente.Plácido estaba en aquellos momentos bajo el influjo del hamokque dicen los malayistas.

Plácido, á medida que se acercaba á su casa, — la casa deun platero en donde vivía como pupilo, — procuraba coordinarsus ideas y maduraba ún plan. Retirarse á su pueblo y ven-garse parademostrar á los frailes que no se insulta impunementeá un joven ni se puede burlar de él. Pensaba escribir inmediata-mente una carta á su madre, á Cabesang Andang, para enterarlade lo que había pasado y decirle que las aulas se le cerrabanpara siempre, que si bien existía el Ateneo de los jesuitas paracursar aquel año, era muy probable que no le concediesen losdominicos el traslado y que aun cuando lo consiguiera, en elcurso siguiente tendría que volver á la Universidad.

— Dicen que no sabemos vengarnos! decía; que el rayo estalley lo veremos!

Pero Plácido no contaba con lo que le esperaba en casa delplatero.

Cabesang Andang acababa de llegar de Batangas y venía áhacer compras, visitará su hijo y traerle dinero, tapa de venadoy pañuelos de seda.

Pasados los primeros saludos, la pobre mujer que desde unprincipio había notado la sombría mirada de su hijo, no pudomás contenerse y empezó con sus preguntas. A las primerasexplicaciones, Cabesang Andang las tomó por añagaza, sesonrió y estuvo apaciguando á su hijo, recordándole los sacri-ficios, las privaciones etc., y habló del hijo de Capitana Simonaque, por haber entrado en el Seminario, se daba en el puebloaires de obispo : Capitana Simona se consideraba ya comoMadre de Dios, claro, su hijo va á ser otro Jesucristo!

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