Capítulo 38: La Procesión - Page 3 of 3

Ya todas las imágenes estaban atentas, pegadas unas a las otras para escuchar los versos; todo el mundo tenía los ojos fijos en la entreabierta cortina; al fin un ¡aaaah! de admiración se escapó de todos los labios.

Y lo merecía: era un jovencito con alas de montar, banda, cinturón y sobrero con plumajes.

- ¡El señor Alcalde Mayor! –gritó uno, pero el prodigio de la creación empezó a recitar una poesía como él y no se dio por ofendido de la comparación.

¿Para que trasladar aquí lo que dijo en latín, tagalo y castellano, todo versificado, la pobre víctima del gobernadorcillo?. Nuestros lectores han saboreado ya el sermón del P. Dámaso de esta mañana, y no queremos mimarlos con tantas maravillas, además de que el franciscano puede tenernos mal corazón si le buscamos un competidor, y esto es lo que no queremos, gente pacífica como tenemos la fortuna de ser.

Continuó después la procesión: S. Juan siguió su calle de amarguras.

Al pasar la Virgen por delante de la casa de Capitán Tiago, un canto celestial la saludó con las palabras del arcángel. Era una voz tierna, melodiosa, suplicante, llorando el Ave María de Gounod, acompañándose del piano que oraba con ella. La música de la procesión enmudeció, el rezo cesó y el mismo P. Salví se detuvo. La voz estremecía y arrancaba lágrimas: expresaba más que una salutación, una plegaria, una queja.

Ibarra oyó la voz desde la ventana donde estaba y el terror y la melancolía descendieron sobre su corazón. Comprendió lo que aquella alma sufría y expresaba en un canto y temió preguntarse la causa de aquel dolor.

Sombrío, pensativo, le encontró el Capitán General.

- Me acompañará Ud. en la mesa; allí hablaremos de esos niños que han desaparecido –le dijo.

- ¿Seré yo la causa? –murmuraba el joven mirando sin ver a S.E., a quién siguió maquinalmente.

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kamáy ng singkít