Capítulo 36: La Primera Nube

EN CASA DE CAPITÁN TIAGO no reinaba menos confusión que en la imaginación de la gente. María Clara no hacía más que llorar y no escuchaba las palabras de consuelo de su tía y de Andeng, su hermana de leche. Le había prohibido su padre que hablase con Ibarra hasta tanto que los sacerdotes no le absolviesen de la excomunión.

Capitán Tiago, que estaba muy ocupado preparando su casa para recibir dignamente al Capitán General, había sido llamado al convento.

- No llores, hija –decía tía Isabel pasando la gamuza sobre las brillantes lunas de los espejos-; ya le retirarán la excomunión, ya escribirán al Santo Papa... haremos una gran limosna... El P. Dámaso no ha tenido más que un desmayo... ¡no ha muerto!.

- No llores –le decía Andeng en voz baja-; ya haré yo que le hables; ¿para qué han hecho los confesionarios, si no para pecar?. ¡Todo se perdona con decirlo al cura!.

¡Por fin, Capitán Tiago llegó!. Ellas buscaron en su cara la respuesta a muchas preguntas; pero la cara de Capitán Tiago anunciaba el desaliento. El pobre hombre sudaba, se pasaba la mano por la frente y no conseguía articular una palabra.

- ¿Qué hay, Santiago? –pregunta ansiosa la tía Isabel.

Este contesta con un suspiro, enjugándose una lágrima.

- ¡Por Dios, habla!. ¿Qué pasa?.

- ¡Lo que yo ya me temía! –prorrumpe al fin medio llorando- ¡Todo está perdido!. ¡El P. Dámaso manda que rompa el compromiso, de lo contrario me condeno en esta vida y en la otra!. ¡Todos me dicen lo mismo, hasta el P. Sibyla!. Debo cerrarle las puertas de mi casa y... ¡le debo más de cincuenta mil pesos!.[1] He dicho esto a los padres pero no han querido hacerme caso: ¿Qué prefieres perder, me decían, cincuenta mil pesos o tu vida y tu alma?. ¡Ay, S. Antonio! ¡si lo hubiese sabido!.

María Clara sollozaba.

- No llores, hija mía –añadía volviéndose a ésta-; tú eres como tu madre que no lloraba nunca... no lloraba más que por los antojos... El P. Dámaso me ha dicho que ha llegado ya un pariente suyo de España... y te lo destina por novio...

María Clara se tapó los oídos.

- Pero Santiago, ¿estás loco? –le gritó tía Isabel-: ¡hablarle de otro novio ahora!. ¿Crees que tu hija muda de novios como de camisa?.

- Eso mismo pensaba yo, Isabel; Don Crisóstomo es rico... los españoles sólo se casan por amor al dinero... pero ¿qué quieres que haga?. Me han amenazado con otra excomunión... dicen que corre gran peligro no sólo mi alma sino también el cuerpo... el cuerpo ¿oyes? ¡el cuerpo!.

- ¡Pero tú no haces más que desconsolar a tu hija!. ¿No es amigo tuyo el arzobispo?. ¿Por qué no le escribes?.

- El arzobispo también es fraile, el arzobispo no hace más que lo que los frailes le dicen. Pero, María, no llores; vendrá el Capitán General, querrá verte y tus ojos estarán encarnados... ¡Ay! Yo que pensaba pasar una tarde feliz... sin esta gran desgracia sería el más feliz de los hombres y todos me tendrían envidia... ¡Cálmate, hija mía: yo soy más desgraciado que tú y no lloro!. Tú puedes tener otro novio mejor, pero yo, ¡yo pierdo cincuenta mil pesos!. ¡Ay, Virgen de Antipolo, si esta noche al menos tuviese suerte!.

[1] Lapsus calami de Rizal, Ibarra debía dinero al Capitán Tiago, no al revés, como bien entendieron los padres.

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