Capítulo 32: La Cabria - Page 6 of 6

Los sacerdotes felicitaban calurosamente al joven, estrechaban su mano. El franciscano de aspecto humilde, que servía de Espíritu santo al P. Dámaso decía con ojos llorosos:

- ¡Dios es justo, Dios es bueno!.

- ¡Cuando pienso que momentos antes estaba allí! –decía uno de los empleados a Ibarra- ¡digo!, si llego a ser el último, ¡Jesús!.

- ¡A mi se me ponen los pelos de punta! –decía otro medio calvo.

- ¡Y bueno que a Ud. le pasó eso y no a mí! –murmuraba tembloroso aún un viejo.

- ¡Don Pascual! –exclamaron algunos españoles.

- ¡Señores, decía eso porque el señor no se ha muerto: yo si no salía aplastado me habría muerto después con sólo pensar en ello.

Pero Ibarra ya estaba lejos enterándose del estado de María Clara.

- ¡Que esto no impida que la fiesta continúe, Sr. de Ibarra! –decía el Alcalde-; ¡alabado sea Dios!. ¡El muerto no es sacerdote, ni español!. ¡Hay que festejar su salvación de Ud!. ¡Mire que si le coge la piedra debajo!.

- ¡Hay presentimientos, hay presentimientos! –exclamaba el escribano-; yo ya lo decía: el Sr. Ibarra no bajaba a gusto. ¡Yo ya lo veía!.

- ¡El muerto es no más que un indio!.

- ¡Que siga la fiesta!. ¡Música!, ¡no resucita al muerto la tristeza!. ¡Capitán, aquí se practicarán las diligencias...!. ¡Que venga el directorcillo [12]...!. ¡Preso al maestro de obras!.

- ¡Al cepo con él!.

- ¡Al cepo!. ¡Eh!, ¡música, música!. ¡Al cepo al maestrillo!.

- ¡Señor Alcalde! –repuso gravemente Ibarra-, si la tristeza no ha de resucitar al muerto, menos lo conseguirá la prisión de un hombre sobre cuya culpabilidad nada sabemos. Yo salgo garante de su persona y pido su libertad por estos días al menos.

- ¡Bien!, ¡bien!, ¡pero que no reincida!.

Circulaban toda clase de comentarios. La idea del milagro era ya admitida. Fr. Salví parecía, sin embargo, alegrarse poco del milagro que a un santo de su corporación y de su parroquia atribuían.

No faltó también quien añadiera haber visto bajar al foso, mientras todo se desplomaba, una figura vestida de un triste oscuro como el de los franciscano. No había duda: era el mismo S. Diego. Súpose también que Ibarra había oído misa y el hombre amarillo no; claro como la luz del sol.

- ¿Ves?, tú no querías oír misa -decía una madre a su hijo-; si no te llego a pegar para obligarte, ahora irías al tribunal como ése, ¡en carreta!.

En efecto, el hombre amarillo o su cadáver, envuelto en una estera, era conducido al tribunal.

Ibarra corría a su casa para mudarse.

- ¡Mal comienzo, hm! –decía el viejo Tasio alejándose.

[12] El secretario municipal.

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bigáy-loób