Capítulo 32: La Cabria - Page 5 of 6

Ibarra, después de dirigir una rápida mirada al sillar que pendía sobre su cabeza y otra a Elías y al hombre amarillo, dijo a Ñor Juan con voz algo temblorosa:

- ¡Dadme el cubo y buscadme otra cuchara arriba!.

El joven quedó solo. Elías ya no le miraba: sus ojos estaban clavados en la mano del hombre amarillo que, inclinado a la fosa, seguía con ansia los movimientos del joven.

Oíase el ruido de la cuchara removiendo la masa de arena y cal al través de un débil murmullo de los empleados, que felicitaban al Alcalde por su discurso. De repente un estrépito estalla: la polea, atada a la base de la cabria, salta y tras ella el torno que golpea el aparato como un ariete: los maderos vacilan, vuelan las ligaduras y todo se derrumba en un segundo y con espantoso estruendo. Una nube de polvo se levanta; un grito de horror, compuesto de mil voces, llena el aire. Huyen y corren casi todos, muy pocos se precipitan al foso. Solamente María Clara y el P. Salví permanecen en su sitio sin poderse mover, pálidos y sin palabras.

Cuando la polvareda se hubo algún tanto desvanecido, vieron a Ibarra de pie, entre las vigas, cañas, cables, entre el torno y la mole de piedra, que al descender tan rápidamente, todo había sacudido y aplastado. El joven tenía aún en su mano la cuchara y miraba con ojos espantados el cadáver de un hombre que yacía a sus pies, medio sepultado entre las vigas.

- ¿No se ha muerto Ud.?. ¿Vive Ud. todavía?. ¡Por Dios hable Ud.! –decían algunos empleados llenos de terror e interés.

- ¡Milagro!. ¡Milagro!. –gritaron algunos.

- ¡Venid y desembarazad el cadáver de este desgraciado! –dijo Ibarra como despertando de un sueño.

Al oír su voz, María Clara sintió entonces que la abandonaban las fuerzas y cayó medio desmayada en brazos de sus amigas.

Reinaba una gran confusión: todos hablaban, gesticulaban, corrían de un lado a otro, bajaban a la fosa, subían, todos aturdidos y consternados.

- ¿Quién es el muerto?. ¿Vive todavía? –preguntaba el alférez.

Reconocieron en el cadáver al hombre amarillo que estaba de pie al lado del torno.

- ¡Que procesen al maestro de obras! –fue lo primero que pudo decir el Alcalde.

Examinaron el cadáver, pusieron la mano sobre el pecho, pero el corazón ya no latía. El golpe le había alcanzado en la cabeza y la sangre brotaba por las narices, boca y oídos. Vieron en el cuello unas huellas extrañas: cuatro depresiones profundas por un lado y una por el opuesto, aunque algo más grande: al verla se habría creído que una mano de acero le había cogido como una tenaza.

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malayò na ang naratíng