Capítulo 1: Una Reunión - Page 2 of 6

La sala está casi llena de gente: los hombres separados de las mujeres como en las iglesias católicas y en las sinagogas. Ellas son unas cuantas jóvenes entre filipinas y españolas: abrían la boca para contener un bostezo pero la tapaban al instante con sus abanicos; apenas murmuraban algunas palabras; cualquier conversación que se aventuraba moría entre monosílabos, como esos ruidos que se oyen de noche en la casa, ruidos causados por ratones y lagartijas. ¿Son acaso las imágenes de diferentes Nuestras Señoras que cuelgan de las paredes las que las obligan a guardar el silencio y la compostura religiosa, o es que aquí las mujeres forman una excepción?.

La única que recibía a las señoras era una vieja, prima del Capital Tiago, de facciones bondadosas y que hablaba bastante mal el castellano. Toda su política y urbanidad consistían en ofrecer a las españolas una bandeja de cigarros y buyos [8], y en dar a besar la mano a las filipinas, exactamente como los frailes. La pobre anciana acabó por aburrirse y aprovechando el ruido de un plato que se rompía, salió precipitadamente murmurando:

- ¡Jesús!. ¡Esperad, indignos!.

Y no volvió a aparecer.

En cuanto a los hombres, éstos ya hacían más ruido. Algunos cadetes hablaban con animación, pero en voz baja, en uno de los rincones, mirando de cuando en cuando y señalando a veces con el dedo a varias personas de la sala, y se reían entre ellos más o menos disimuladamente; en cambio, dos extranjeros, vestidos de blanco, cruzadas las manos detrás y sin decir palabra, se paseaban de un extremo a otro de la sala a grandes pasos, como hacen los aburridos pasajeros sobre la cubierta de un buque. Todo el interés y la mayor animación partían de un grupo formado por dos religiosos, dos paisanos y un militar alrededor de una mesita en que se veían botellas de vino y bizcochos ingleses.

Un militar era un viejo teniente, alto, de fisonomía adusta; parecía un Duque de Alba rezagado en el escalafón de la Guardia Civil; hablaba poco, pero duro y breve. Uno de los frailes, un joven dominico, hermoso, pulcro y brillante como sus gafas de montura de oro, tenía una temprana gravedad: era el cura de Binondo, y fue en años anteriores catedrático en San Juan de Letrán. Tenía fama de consumado dialéctico, tanto que en aquellos tiempos, cuando los hijos de Guzmán [9] se atrevían aún a luchar en sutilezas con los seglares, el hábil argumentador B. de Luna [10] no había podido jamás embrollarle ni cogerle: los distingos de Fr. Sibyla le dejaban como al pescador que quiere coger anguilas con lazos. El dominico hablaba poco y parecía pesar sus palabras.

Por el contrario, el otro, que era un franciscano, hablaba mucho y gesticulaba más. A pesar de que sus cabellos empezaban a encanecer, parecía conservarse bien su robusta naturaleza. Sus correctas facciones, su mirada poco tranquilizadora, sus anchas quijadas y hercúleas formas le daban el aspecto de un patricio romano disfrazado, y sin quererlo, os acordareis de uno de aquellos tres monjes de que habla Heine en sus Dioses en el destierro, que por el Equinoccio de Septiembre, allá en Tyrol, pasaban a media noche en barca un lago, y cada vez depositaban en la mano del pobre barquero una moneda de plata, como el hielo fría, que le dejaba lleno de espanto. Sin embargo, Fr. Dámaso no era misterioso como aquellos; era alegre y si el timbre de su voz era brusco como el de un hombre que jamás se ha mordido la lengua, que cree santo e inmejorable cuanto dice, su risa alegre y franca borraba esta desagradable impresión, y hasta se veía uno obligado a perdonarle el enseñar en la sala unos pies sin calcetines y unas piernas velludas que harían la fortuna de un Mendieta [11] en las ferias de Quiapo.

Uno de los paisanos, un hombre pequeñito, de barba negra, sólo tenía de notable la nariz que, a juzgar por sus dimensiones, no debía ser suya; el otro, un joven rubio, parecía recién llegado al país: con éste sostenía el franciscano una viva discusión.

-Ya lo verá –decía éste-, como cuente en el país algunos meses, se va a convencer de lo que le digo: una cosa es gobernar en Madrid y otra es estar en Filipinas.

- Pero...

[8] Buyo es una especie de chicle nativo. Consiste en una nuez de areca sin secar que se corta en cuatro, una hoja de betel y un poco de concha pulverizada muy fina. El trozo de nuez se envuelve en la hoja con el polvo de concha y se mete el paquete en la boca a mascar. Tiene un sabor pungente y la nuez tiñe la boca y dientes de rojo. Su uso es todavía bastante común en zonas rurales apartadas, tanto entre hombres como mujeres, y sustituye al tabaco. Los ingredientes se guardan en tubos de bambú o en cajitas de madera o de concha que pueden ser muy elaboradas dependiendo de la posición economico-social de cada uno.

[9] Así se suele llamar a los dominicos cuyo fundador fue Sto. Domingo de Guzmán. En Manila regentan el Colegio de San Juan de Letrán, mencionado por Rizal en la novela, y la Universidad de Santo Tomás donde Rizal estudió medicina. Las dos instituciones datan de principios del siglo XVII. Para más información se pueden visitar en la web la Universidad con sus fotos y el colegio.

[10] B. (Benedicto) de Luna, natural de Batangas al sur de Manila, fué un famoso campeón de debate en tiempos de Rizal. Producto de la Universidad de Sto. Tomás, fué también notable educador.

[11] Empresario del tiempo de Rizal dedicado en Manila al negocio de la farándula.

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