Capítulo 4: Hereje Y Filibustero - Page 2 of 3

- ¡Pues yo creía que Ud. lo sabía! –murmuró el militar con acento lleno de compasión al leer lo que pasaba en el alma de Ibarra-, yo suponía que Ud. ... ¡Pero tenga Ud. valor!. ¡Aquí no se puede ser honrado sin haber ido a la cárcel!.

- Debo creer que Ud. no juega conmigo –repuso Ibarra en voz débil después de algunos instantes de silencio-. ¿Podría Ud. decirme por qué estaba en la cárcel?.

El anciano pareció reflexionar.

- A mi me extraña mucho que no le hayan a Ud. enterado de los negocios de su familia.

- Su última carta de hace un año me decía que no me inquietase si no me escribía, pues estaría muy ocupado; me recomendaba siguiese estudiando... ¡me bendecía!.

- Pues entonces esa carta la escribió a Ud. antes de morir: pronto será un año que le enterramos en su pueblo.

- ¿Por qué motivo estaba preso mi padre?.

- Por un motivo muy honroso. Pero sígame Ud. que tengo que ir al cuartel, se lo contaré andando. Apóyese Ud. en mi brazo.

Anduvieron por algún tiempo en silencio: el anciano parecía reflexionar y pedir inspiración a su perilla que acariciaba.

- Como Ud. sabe muy bien –comenzó diciendo-, su padre era el más rico de la provincia, y aunque era amado y respetado por muchos, otros en cambio le odiaban o envidiaban. Los españoles que venimos a Filipinas no somos desgraciadamente lo que debíamos: digo esto tanto por uno de sus abuelos de Ud. como por los enemigos de su padre. Los cambios continuos, la desmoralización de las altas esferas, el favoritismo, lo barato y lo corto del viaje tienen la culpa de todo: aquí viene lo más perdido de la Península, y si llega uno bueno, pronto lo corrompe el país. Pues bien, su padre de Ud. tenía entre los curas y los españoles muchísimos enemigos.

Aquí hizo una breve pausa.

- Meses después de su salida de Ud., comenzaron los disgustos con el P. Dámaso, sin que yo pueda explicarme el verdadero motivo. Fr. Dámaso le acusaba de no confesarse: antes tampoco se confesaba y sin embargo eran amigos, como Ud. recordará aún. Además, D. Rafael era un hombre muy honrado y más justo que muchos que confiesan y se confiesan: tenía para sí una moral muy rígida y solía decirme cuando me hablaba de estos disgustos: Señor Guevara, ¿cree Ud. que Dios perdona un crimen, un asesinato por ejemplo, sólo con decirlo a un sacerdote, hombre al fin que tiene el deber de callarlo y temer tostarse en el infierno, que es el acto de atrición?. ¿Con ser cobarde, desvergonzado sobre seguro?. Yo tengo otra idea de Dios, decía; para mi, ni se corrige un mal con otro mal, ni se perdona con vanos lloriqueos, ni con limosnas a la Iglesia. Y me ponía este ejemplo: si yo he asesinado a un padre de familia, si he hecho de una mujer una viuda infeliz y de unos alegres niños huérfanos desvalidos, ¿habré satisfecho a la eterna Justicia con dejarme ahorcar, confiar el secreto a uno que me lo ha de guardar, dar limosnas a los curas, que menos las necesitan, comprar la bula de composición o lloriquear noche y día?. ¿Y la viuda y los huérfanos?. Mi conciencia me dice que debo sustituir en lo posible a la persona que he asesinado, consagrarme todo y por toda mi vida al bien de esa familia cuya desgracia hice, y aún así, ¿quién sustituye el amor del esposo y del padre?. Así razonaba su padre de Ud. y con esta moral severa obraba siempre y se puede decir que jamás ha ofendido a nadie; por el contrario, procuraba borrar con buenas obras ciertas injusticias que él decía habían cometido sus abuelos. Pero volviendo a sus disgustos con el cura, estos tomaban mal carácter; el P. Dámaso le aludía desde el púlpito y si no le nombraba claramente era un milagro, pues de su carácter todo se podía esperar. Yo preveía que tarde o temprano la cosa iba a terminar mal.

El viejo teniente volvió a hacer otra breve pausa.

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