Capítulo 5: Una Estrella En Noche Oscura

IBARRA SUBIÓ a su cuarto que da al río, dejóse caer sobre el sillón mirando al espacio que se ensanchaba delante de él gracias a la abierta ventana.

La casa de enfrente, a la otra orilla, estaba profusamente iluminada y llegaban hasta él alegres acordes de instrumentos de cuerda en su mayor parte. Si el joven hubiera estado menos preocupado y, más curioso, hubiese querido ver con la ayuda de unos gemelos lo que pasaba en aquella atmósfera de luz, habría admirado una de esas fantásticas visiones, una de esas apariciones mágicas que a veces se ven en los grandes teatros de Europa, en que a las apagadas melodías de una orquesta se veía aparecer en medio de una lluvia de luz, de una cascada de diamantes y oro, en una decoración oriental, envuelta en vaporosa gasa, una deidad, una sílfide que avanza sin tocar casi el suelo, rodeada y acompañada de un luminoso nimbo: a su presencia brotan las flores, retoza la danza, se despiertan armonías, y coros de diablos, ninfas, sátiros, genios, zagalas, ángeles y pastores bailan, agitan panderetas, hacen evoluciones y depositan a los pies de la diosa cada cual un tributo. Ibarra habría visto una joven hermosísima, esbelta, vestida con el pintoresco traje de las hijas de Filipinas, en el centro de un semicírculo formado de toda clase de personas, gesticulando y moviéndose con animación: allí había chinos, españoles, filipinos, militares, curas, viejas, jóvenes, etc. El P. Dámaso estaba al lado de aquella beldad, el P. Dámaso sonreía como un bienaventurado; Fr. Sibyla, el mismo Fr. Sibyla le dirigía la palabra y Dª. Victorina arreglaba en la magnífica cabellera de la joven una sarta de perlas y brillantes que reflejaban los hermosísimos colores del prisma. Ella era blanca, demasiado blanca tal vez; los ojos, que casi siempre los tenía bajos, enseñaban el alma purísima cuando los levantaba, y cuando ella sonreía y descubría sus blancos y pequeños dientes, se diría que una rosa es sencillamente un vegetal, y el marfil, un colmillo de elefante. Entre el tejido transparente de la piña [34] y alrededor de su blanco y torneado cuello pestañeaban, como dicen los tágalos, los alegres ojos de un collar de brillantes. Un solo hombre no parecía sentir su influencia luminosa, si se puede decir: era éste un joven franciscano, delgado, demacrado, pálido, que la contemplaba inmóvil, desde lejos, como una estatua, casi sin respirar.

Pero Ibarra no veía nada de esto: sus ojos veían otra cosa. Cuatro desnudos y sucios muros encerraban un pequeño espacio; en uno de aquellos, allá arriba, había una reja; sobre el sucio y asqueroso suelo, una estera, y sobre la estera, un anciano agonizando: el anciano, que respiraba con dificultad, volvía a todas partes la vista y pronunciaba llorando un nombre; el anciano estaba solo; se oía de cuando en cuando el ruido de una cadena o un gemido al través de la pared... y luego allá a lo lejos un alegre festín, casi una bacanal, un joven ríe, grita, derrama el vino sobre las flores a los aplausos y a la embriagada risa de los demás. Y ¡el anciano tenía las facciones de su padre, el joven se le parecía a él y el nombre que aquél pronunciaba llorando era el suyo!.

Esto era lo que veía el desgraciado delante de sí. Se apagaron las luces en la casa de enfrente, cesó la música y el ruido, pero Ibarra oía aún el angustiado grito de su padre, buscando un hijo en su última hora.

El silencio había soplado su hueco aliento sobre Manila, y todo parecía dormir en los brazos de la nada; oíase el canto del gallo alternar con los relojes de las torres y con el melancólico grito de alerta del aburrido centinela; un pedazo de luna empezaba a asomarse; todo parecía descansar, sí, el mismo Ibarra dormía ya también, cansado quizás de sus tristes pensamientos o del viaje.

Pero el joven franciscano, que vimos hace poco inmóvil y silencioso en medio de la animación de la sala, no dormía, velaba. Con el codo sobre el antepecho de la ventana de su celda, el pálido y enflaquecido rostro apoyado en la palma de su mano, miraba silencioso a lo lejos una estrella que brillaba en el oscuro cielo. La estrella palideció y se eclipsó, la luna perdió sus pocos fulgores de luna menguante, pero el fraile no se movió de su sitio: miraba entonces al lejano horizonte que se perdía en la bruma de la mañana, hacia el campo de Bagumbayan [35], hacia el mar que dormía aún.

[34] Tejido hecho con la fibra de las hojas suculentas de la piña tropical. Es muy fina, de color mate transparente.

[35] Bagumbayan fué el nombre de un poblado que se empezó a formar en las cercanías al lado sur de la muralla de Manila y significa pueblo nuevo en tagalog. Después de la invasión de los ingleses en el siglo XVIII y por razones de seguridad estratégica, se destruyó el poblado que se convirtió en un campo abierto al sur del recinto amurallado de Manila a la orilla del mar donde Rizal fué ejecutado. ¿Tendría Rizal algún presentimiento de su muerte trágica cuando escribía esto? Bagumbayan es hoy el gran parque de Luneta, donde dos soldados en uniforme de gala hacen guardia perpetua delante del monumento a Rizal en el sitio donde fue ejecutado.

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