Capítulo 27: Al Anochecer - Page 3 of 5

- ¿Quiere Ud. venir con nosotros esta noche? –preguntaba Capitán Basilio al oído de Ibarra al despedirse-; el P. Dámaso va a poner una pequeña banca.

Ibarra se sonrió y contestó con un movimiento de cabeza que tanto equivalía a un sí como un no.

- ¿Quién es ese? –preguntó María Clara a Victoria, señalando con una rápida mirada a un joven que las seguía.

- Ése... ése es un primo mío –contestó turbada.

- Y ¿el otro?.

- Ése no es primo mío –contestó vivamente Sinang-; es un hijo de mi tía.

Pasaron por delante de la casa parroquial, que por cierto no era de las menos animadas. Sinang no pudo contener una exclamación de asombro al ver que ardían las lámparas, las lámparas de una forma antiquísima, que el P. Salví no dejaba nunca encender por no gastar petróleo. Oíanse gritos y sonoras carcajadas, veíanse a los frailes andar lentamente moviendo a compás la cabeza y el grueso puro que adorna sus labios. Los seglares que entre ellos estaban, procuraban imitar cuanto hacían los buenos religiosos. Por el traje europeo que vestían, debían ser empleados o autoridades en la provincia.

María Clara distinguió los redondos contornos del P. Dámaso al lado de la correcta silueta del P. Sibyla. Inmóvil en su sitio estaba el misterioso y taciturno P. Salví.

- ¡Está triste! –observó Sinang-; piensa en lo que le van a costar tantas visitas. Pero ya veréis como no lo paga él, sino los sacristanes. Sus visitas siempre comen en otra parte.

- ¡Sinang! –le reprende Victoria.

- No le puedo sufrir desde que rompió la Rueda de la Fortuna; yo ya no me confieso con él.

Entre todas las casas se distinguía una que ni estaba iluminada, ni tenía las ventanas abiertas: era la del alférez. Extrañose de ello María Clara.

- ¡La bruja!, ¡la Musa de la Guardia Civil!, como dice el viejo –exclamó la terrible Sinang-. ¿Qué tiene ella que ver con nuestras alegrías?. ¡Estará rabiando!. Deja que venga el cólera y verás como da un convite.

- ¡Pero Sinang! –vuelve a reprender su prima.

- Nunca la he podido sufrir y menos desde que turbó nuestra fiesta con sus guardias civiles. A ser yo Arzobispo, la casaba con el P. Salví... ¡verás que hijitos!. Mira que hacer prender al pobre piloto, que se arrojó al agua por complacer...

No pudo concluir la frase: en el ángulo de la casa donde un ciego cantaba al són de una guitarra el romance de los peces, se presentaba un raro espectáculo.

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hirám-kantores