Capítulo 29: La Mañana - Page 2 of 2

Sin embargo, el confiado corresponsal por poco no se ve obligado a borrar cuanto había escrito. El P. Dámaso se quejaba de cierto ligero catarro que había cogido la noche anterior: después de cantar unas alegres peteneras se había tomado tres vasos de sorbete y asistido un momento al espectáculo. A consecuencia de esto quería renunciar a ser el intérprete de Dios para con los hombres, pero no encontrándose otro que se hubiese aprendido la vida y milagros de S. Diego –el cura los sabía, es verdad, mas tenía que oficiar-, los otros religiosos hallaron unánimemente que el timbre de voz del P. Dámaso era inmejorable y que sería una gran lástima dejar de pronunciar tan elocuente sermón como el ya escrito y aprendido. Por esto, la antigua ama de llaves le preparó limonadas, le untó pecho y cuello con ungüentos y aceites, le envolvió en paños calientes, le sobó, etc., etc. El P. Dámaso tomó huevos crudos batidos en vino y toda la mañana ni habló ni desayunó; apenas bebió un vaso de leche, una taza de chocolate y una docenita de bizcochos, renunciando heroicamente a su pollo frito y a su medio queso de la Laguna [30] de todas las mañanas, porque, según el ama, pollo y queso tenían sal y grasa y podrían provocar la tos.

- ¡Todo para ganar el cielo y convertirnos! –decían conmovidas las Hermanas de la V.O.T. al enterarse de estos sacrificios.

- ¡La Virgen de la Paz le castiga! –murmuraban las Hermanas del Smo. Rosario que no le podían perdonar el haberse inclinado del lado de sus enemigos.

A las ocho y media salió la procesión a la sombra del entoldado de lona. Era por el estilo de la de ayer, si bien había una novedad: la Hermandad de la V.O.T. Viejos, viejas y algunas jóvenes camino de viejas exponían largos hábitos de guingón; los pobres los gastaban de tela basta, los ricos de seda o sea el guingón franciscano que llaman por usarlo más los Rdos. Frailes Franciscanos. Todos aquellos sagrados hábitos eran legítimos, venían del convento de Manila, de donde el pueblo los adquiere por limosna a cambio de dinero prix fixe, si se permite la frase de una tienda. Este precio fijo puede aumentarse pero no disminuirse. Lo mismo que estos hábitos, se venden también otros en el mismo convento y en el monasterio de Sta. Clara, que poseen, además de la gracia especial de procurar muchas indulgencias a los muertos que en ellos se amortajan, la gracia más especial aún de ser más caros cuanto más viejos, raídos e inservibles son. Escribimos esto por si algún piadoso lector necesita de tales reliquias sagradas, o algún tuno trapero de Europa quiere hacer fortuna llevándose a Filipinas un cargamento de hábitos zurcidos y mugrientos, pues llegan a costar dieciséis pesos o más según el aspecto más o menos haraposo.

S. Diego de Alcalá iba en un carro adornado con planchas de plata repujada. El Santo, bastante delgado, tenía el busto de marfil [31] de una expresión severa y majestuosa a pesar del abundante cerquillo rizado como el de los negritos. Su vestido era raso bordado de oro.

Nuestro venerable Padre S. Francisco seguía, después la Virgen como ayer, sólo que el sacerdote que venía debajo del Palio era esta vez el P. Salví y no el elegante P. Sibyla de maneras distinguidas. Pero si bien al primero le faltaba el hermoso continente, le sobraba sin embargo unción: tenía las manos juntas en actitud mística, los ojos bajos y andaba medio encorvado. Los que llevaban el palio eran los mismos cabezas de barangay, sudando de satisfacción al verse a la vez que semi sacristanes, cobradores de tributos, redentores de la humanidad vagabunda y pobre, y por consiguiente Cristos que dan sangre por los pecados de los otros. El coadjutor, de sobrepelliz, iba de un carro a otro llevando el incensario, con cuyo humo regalaba de tiempo en tiempo el olfato del cura, que entonces se ponía más serio aún y más grave.

Así andaba la procesión lenta y pausadamente al son de bombas, cantos y religiosas melodías, lanzadas al aire por las bandas de música que seguían detrás de cada carro. Con tal afán, entretanto, distribuía el Hermano Mayor cirios que muchos de los acompañantes se retiraron a sus casas con luz para cuatro noches mientras juegan a las cartas. Devotamente se arrodillaron los curiosos al pasar el carro de la Madre de Dios y rezaban con fervor Credos y Salves.

Frente a una casa cuyas ventanas, adornadas de vistosas colgaduras, se asomaban el Alcalde, Capitán Tiago, María Clara, Ibarra, varios españoles y señoritas, detúvose el carro; el Padre Salví acertó a levantar la vista pero no hizo el más pequeño gesto que demostrase saludo o que los reconociese: únicamente se irguió, se puso más derecho y la capa pluvial cayó sobre sus hombros con cierta gracia y más elegantemente.

En la calle, debajo de la ventana, había una joven de rostro simpático, vestida con mucho lujo, llevando en sus brazos un niño de corta edad. Nodriza o niñera debía ser, pues el chico era blanco y rubio, y ella, morena y sus cabellos más negros que el azabache.

Al ver al cura, extendió el tierno infante sus manecitas, riéndose con esa risa de la infancia que no provoca dolores ni es por ellos provocada y gritó balbuceando en medio de un breve silencio: ¡Pa... pá!. ¡Papá! ¡papá!.

La joven se estremeció, puso precipitadamente su mano sobre la boca y alejóse corriendo muy confusa. El niño echóse a llorar.

Los maliciosos se guiñaron unos a otros y los españoles que vieron la corta escena se sonrieron. La natural palidez del P. Salví se trocó en amapola.

Y sin embargo la gente no tenía razón: el Cura no conocía siquiera a la mujer, que era una forastera.

[30] Más comúnmente llamado 'kesong puti' o queso blanco, es más bien requesón hecho de leche de carabao. Tradicionalmente se envulve en hojas de plátano para conservar su frescor. Este editor viaja a menudo a Los Baños, siguiente pueblo a Calamba, donde aprovecha para comprar este queso para el desayuno, como hacía el P. Dámaso.

[31] Además de las esculturas religiosas talladas en madera, de las que hay magníficos ejemplares en Filipinas, también se hacían esculturas de santos, así como partes de ellas, de marfil. El trabajo en marfil era una de las especialidades artesanales de los chinos por lo que muchos 'santos' (así se llaman a estas estatuas y estatuillas) tienen caras con los ojos rasgados.

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