Capítulo 32: La Cabria - Page 3 of 6

Pronto se oyeron los lejanos acordes de la música: la precedía una abigarrada turba, compuesta de todas las edades y vestida de todos los colores. El hombre amarillo se puso inquieto y examinó con una mirada todo su aparato. Un curioso campesino seguía con su mirada y observaba todos sus movimientos: era Elías que acudía también a presenciar la ceremonia: por su salakot y su manera de vestir casi estaba desconocido. Se había procurado el mejor sitio, casi al lado mismo del torno, al borde de la excavación.

Con la música venía el Alcalde, los munícipes, los frailes, menos el P. Dámaso y los empleados españoles. Ibarra conversaba con el primero, de quien se había hecho muy amigo desde que le dirigiera unos finos cumplidos por sus condecoraciones y bandas: los aristocráticos eran el flaco de S.E. Capitán Tiago, el alférez y algunos ricos más que iban en la dorada pléyade de las jóvenes que lucían sus sombrillas de seda. El P. Salví seguía como siempre silencioso y pensativo.

- Cuente Ud. con mi apoyo siempre que se trate de una buena acción –decía el Alcalde a Ibarra-, yo le proporcionaré cuanto Ud. necesite, y si no, haré que se lo proporcionen los otros.

A medida que se venían acercando sentía el joven palpitar su corazón. Instintivamente dirigió una mirada a la extraña andamiada, allí levantada; vio al hombre amarillo saludarle respetuosamente y fijar en él un momento la vista. Con sorpresa descubrió a Elías, quien con un significativo pestañeo le dio a entender se acordase de lo que le había dicho en la iglesia.

El cura se puso las vestiduras sacerdotales y empezó la ceremonia: el tuerto sacristán mayor tenía el libro y un monaguillo el hisopo y la vasija de agua bendita. Los demás, en derredor, de pie y descubiertos, guardaban un profundo silencio que a pesar de leer en voz baja, se conocía que temblaba la voz del P. Salví.

Entre tanto se había colocado en la caja de cristal cuanto había que poner como manuscritos, periódicos, medallas, monedas, etc., y el todo encerrado dentro del cilindro de plomo herméticamente soldado.

- Señor Ibarra ¿quiere Ud. colocar la caja en su sitio?. ¡El cura lo espera! –murmuró el Alcalde al oído del joven.

- Con mucho gusto –contestó éste, pero usurparía ese honroso deber al Sr. Escribano-; ¡el Sr. Escribano debe dar fe del acto!.

El escribano lo tomó gravemente, descendió la alfombrada escalera que conducía al fondo de la excavación y con la solemnidad conveniente lo depositó en el hueco de la piedra. El cura cogió entonces el hisopo y roció las piedras con agua bendita.

Llegó el momento de poner cada uno su cucharada de lechada sobre la superficie del sillar, que yacía en el foso, para que el otro se adaptase bien y se agarrase.

Ibarra presentó al Alcalde una cuchara de albañil sobre cuya ancha hoja de plata estaba grabada la fecha: pero S.E. pronunció antes una alocución en castellano.

“¡Vecinos de S. Diego! –dijo con grave acento-. Tenemos el honor de presidir una ceremonia de una importancia que vosotros comprenderéis sin que Nos os lo digamos. Se funda una escuela; ¡la escuela es la base de la sociedad, la escuela es el libro donde está escrito el porvenir de los pueblos!. Enseñadnos la escuela de un pueblo y os diremos que pueblo es.

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nasa kanyáng kamáy