Capítulo 32: La Cabria

EL HOMBRE AMARILLO HABÍA cumplido su palabra: no era una sencilla cabria lo que había construido sobre el abierto foso para hacer descender la enorme mole de granito; no era la trípode que Ñor Juan había deseado para suspender una polea de su vértice, era algo más; era a la vez que una máquina, un adorno, pero un grandioso e imponente adorno.

Sobre ocho metros de altura se elevaba la confusa y complicada andamiada: cuatro gruesos maderos hundidos en el suelo servían de almas, sujetos entre sí por colosales vigas cruzadas formando diagonales, unidas unas a otras por gruesos clavos hundidos sólo hasta la mitad, acaso porque, teniendo el aparato un carácter provisional, pudiera ser después fácilmente deshecho. Enormes cables, colgando por todos lados, daban un aspecto de solidez y grandiosidad al conjunto, coronado allá arriba por banderas de abigarrados colores, flotantes gallardetes y monstruosas guirnaldas de flores y hojas, artísticamente entretejidas.

Allá arriba en la sombra que proyectan los maderos, guirnaldas y banderas, pende, sujeta por cuerdas y ganchos de hierro, una descomunal polea de tres ruedas, sobre cuyos brillantes bordes pasan acabalgados tres cables aún mayores que los otros, y llevan suspendido el enorme sillar lleno, socavado en su centro, para formar con la excavación de la otra piedra, ya descendida en el foso, el pequeño espacio destinado a guardar la historia del día, como periódicos, escritos, monedas, etc., y transmitirla acaso a muy lejanas generaciones. Estos cables descendían de arriba abajo, se reflejaban en otra no menos gruesa polea atada al pie del aparato, e iban a arrollarse al cilindro de un torno, sujeto en tierra merced a gruesos maderos. Este torno, que se puede poner en movimiento por medio de dos manubrios, centuplica la fuerza de un hombre merced a un juego de ruedas dentadas, si bien lo que en fuerza se gana, se pierde en velocidad.

- Mirad –decía el hombre amarillo haciendo girar el manubrio-; mirad Ñor Juan, cómo con mis fuerzas únicamente hago subir y bajar la inmensa mole... Está tan bien dispuesto que a voluntad puedo guardar pulgada por pulgada el ascenso y descenso, de modo que un hombre desde el fondo pueda con toda comodidad hacer adaptar ambas piedras, mientras yo manejo desde aquí.

Ñor Juan no podía menos de admirar al hombre que se sonreía tan particularmente. Los curiosos hacían comentarios y alababan al hombre amarillo.

- ¿Quién os enseñó la maquinaria? –le preguntó Ñor Juan.

- ¡Mi padre, mi difunto padre! –contestaba con su particular sonrisa.

- ¿Y a vuestro padre...?.

- Don Saturnino, el abuelo de Don Crisóstomo.

- No sabía que Don Saturnino...

- ¡Oh!, ¡sabía muchas cosas!. No solamente pegaba bien y exponía al sol a sus trabajadores; sabía además despertar a los dormidos y hacer dormir a los despiertos. ¡Ya veréis con el tiempo lo que mi padre me ha enseñado, ya veréis!.

Y el hombre amarillo sonreía, pero de un modo extraño.

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