Capítulo 32: La Cabria - Page 4 of 6

“¡Vecinos de S. Diego!. ¡Bendecid a Dios que os ha dado virtuosos sacerdotes, y al Gobierno de la Madre Patria que difunde incansable la civilización en estas fértiles islas, amparadas por ella bajo su glorioso manto!. ¡Bendecid a Dios que se ha apiadado de vosotros trayéndoos estos humildes sacerdotes que os iluminan y os enseñan la divina palabra!. ¡Bendecid al Gobierno que tantos sacrificios ha hecho, hace y hará por vosotros y por vuestros hijos!.

“¡Y ahora que se bendice la primera piedra de este tan trascendental edificio, Nos, Alcalde Mayor de esta provincia, en nombre de S.M. el Rey, que Dios guarde, Rey de España, en nombre del preclaro gobierno español y al amparo de su pabellón inmaculado y siempre victorioso, Nos consagramos este acto y principiamos la edificación de esta escuela!.

“Vecinos de S. Diego, viva el Rey!. ¡Viva España!. ¡Vivan los religiosos!. ¡Viva la Religión católica!”.

- ¡Viva!, ¡viva! –contestaron muchas voces-, ¡viva el Señor Alcalde!

Éste descendió después majestuoso a los acordes de la música que empezó a tocar; depositó unas cuantas cucharadas de lechada sobre la piedra y con igual majestad que al principio volvió a subir.

Los empleados aplaudieron.

Ibarra ofreció otra cucharada de plata al cura que, después de fijar los ojos en él un momento, descendió lentamente. A la mitad de la escalera levantó la vista para mirar la piedra que colgaba sujeta por los poderosos cables, pero fue sólo un segundo y continuó descendiendo. Hizo otro tanto que el Alcalde, pero esta vez se oyeron más aplausos: a los empleados se habían agregado algunos frailes y Capitán Tiago.

El P. Salví parecía que buscaba a alguien a quien entregar la cuchara; miró como dudoso a María Clara, pero cambiando de opinión se la ofreció al escribano. Este, por galantería, se acerca a María Clara, quien rehúsa sonriendo. Los frailes, los empleados y el alférez bajan todos uno tras otro. Capitán Tiago no fue olvidado.

Faltaba Ibarra, y ya se iba a ordenar que el hombre amarillo hiciese descender la piedra, cuando el cura se acordó del joven diciéndole en tono de broma y afectando familiaridad:

- ¿No mete Ud. su cucharada, señor Ibarra?..

- ¡Sería un Juan Palomo, yo me lo guiso yo me lo como! –contestó éste en el mismo tono.

- ¡Ande Ud.! –dijo el Alcalde empujándole suavemente-; si no, doy orden que no descienda la piedra y nos estaremos aquí hasta el día del juicio.

Ante tan terrible amenaza Ibarra tuvo que obedecer. Cambió la pequeña cuchara de plata por otra grande de hierro, lo que hizo sonreír a algunas personas, y adelantóse tranquilamente. Elías le miraba con expresión indefinible; al verle se habría dicho que toda su vida se reconcentraba en sus ojos. El hombre amarillo miraba al abismo abierto a sus pies.

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putók sa buhò