Capítulo 62: El P. Dámaso Se Explica - Page 3 of 3

- ¡Hija mía! –exclamó con voz quebrada-, perdóname que te haya hecho infeliz sin saberlo. Yo pensaba en tu porvenir, quería tu felicidad. ¿Cómo podía permitirte yo que casases con uno del país, para verte esposa infeliz y madre desgraciada?. Yo no podía quitar de tu cabeza tu amor, y me opuse con todas mis fuerzas, abusé de todo, por ti, solamente por ti. Si hubieses sido su esposa, llorarías después, por la condición de tu marido, expuesto a todas las vejaciones sin medio de defensa; madre, llorarías por la suerte de tus hijos; si los educas, les preparas un triste porvenir; se hacen enemigos de la Religión, y los verás ahorcados o expatriados; ¡si los dejas ignorantes, los verás tiranizados y degradados!. ¡No lo podía consentir!. Por esto buscaba para ti un marido que te pudiese hacer madre feliz de hijos que manden y no obedezcan, que castiguen y no sufran... Sabía que tu amigo de la infancia era bueno, le quería a él como a su padre, pero los odié desde que vi que iban a causar tu infelicidad, porque yo te quiero, te idolatro, te amo como se ama a una hija; no tengo más cariño que el tuyo; yo te he visto crecer; no transcurre una hora sin que piense en ti; sueño en ti; tú eres mi única alegría...

Y el P. Dámaso se puso a llorar como un niño.

- Pues bien, si me ama Ud., no me haga eternamente desgraciada; ¡él ya no vive, quiero ser monja!.

El viejo apoyó su frente en la mano.

- ¡Ser monja, ser monja! –repitió-. Tú no sabes, hija mía, la vida, el misterio, que se oculta detrás de los muros del convento, ¡tú no lo sabes!, prefiero mil veces verte infeliz en el mundo que en el claustro... Aquí tus quejas pueden oírse; allá sólo tendrás los muros!... ¡Tú eres hermosa, muy hermosa, y no has nacido para él, para esposa de Cristo!. Créeme, hija mía, el tiempo lo borra todo; más tarde te olvidarás, amarás, y amarás a tu marido... a Linares.

- ¡O el convento o... la muerte! –repitió María Clara.

- ¡El Convento, el convento o la muerte! –exclamó el P. Dámaso-. María, yo ya soy viejo, no podré velar más tiempo por ti y por tu tranquilidad... Escoge otra cosa, busca otro amor, otro joven, sea quien quiera, pero menos el Convento.

- ¡El Convento o la muerte!.

- ¡Dios mío, Dios mío! –gritó el sacerdote, cubriéndose la cabeza con las manos-, tú me castigas, ¡sea!, ¡pero vela por mi hija...!.

Y volviéndose a la joven:

- ¿Quieres ser monja?, lo serás; no quiero que mueras.

María Clara le cogió ambas manos, las estrechó, las besó arrodillándose.

- ¡Padrino, padrino mío! –repetía.

Fr. Dámaso salía después triste, cabizbajo y suspirando.

- ¡Dios, Dios, tú existes puesto que castigas!. ¡Pero véngate en mí y no hieras al inocente, salva a mi hija!.