Capítulo 58: El Maldito - Page 3 of 3

El dolor de las familias se cambió en ira para el joven, acusado de haber promovido el motín. El alférez dio la orden de partir.

- ¡Tú eres un cobarde! –le gritaba la suegra de Andog-. ¡Mientras los otros se peleaban por ti, tú te escondías, cobarde!.

- ¡Maldito seas! –le decía un anciano siguiéndole-, ¡maldito el oro amasado por tu familia para turbar nuestra paz!. ¡Maldito!. ¡Maldito!.

- ¡Qué te ahorquen a ti, hereje! –le gritaba una pariente de Albino y sin poderse contener cogió una piedra y se la arrojó.

El ejemplo fue pronto imitado y sobre el desgraciado joven cayó una lluvia de polvo y piedras.

Ibarra sufrió impasible, sin ira, sin quejarse, la justa venganza de tantos corazones lastimados. Aquella era la despedida, ¡el adiós!, que le hacía su pueblo, donde tenía todos sus amores. Bajó la cabeza; quizás pensaría en un hombre, azotado por las calles de Manila, en una anciana que caía muerta a la vista de la cabeza de su hijo; quizás la historia de Elías pasaba por delante de sus ojos.

El alférez creyó necesario alejar a la multitud, pero las pedradas y los insultos no cesaron. Una madre tan sólo no vengaba en él sus dolores: Capitana María. Inmóvil, los labios contraídos, los ojos llenos de lágrimas silenciosas, veía alejarse a sus dos hijos; contemplando su inmovilidad y su dolor mudo, Niobe deja de ser fabulosa. [6]

El cortejo se alejó.

De las personas asomadas en las abiertas ventanas las que más compasión han demostrado por el joven son los indiferentes o curiosos. Sus amigos todos se habían ocultado, sí, hasta el mismo Capitán Basilio que prohibió el llanto de su hija Sinang. Ibarra vio las humeantes ruinas de su casa, de la casa de sus padres, donde él había nacido, donde vivían los más dulces recuerdos de su infancia y adolescencia; las lágrimas, largo tiempo reprimidas, brotaron de sus ojos, dobló la cabeza y lloró, sin tener el consuelo de poder ocultar su llanto, atado como estaba, ni de que su dolor despertara en nadie compasión. ¡Ahora no tenía él ni patria, ni hogar, ni amor, ni amigos, ni porvenir!.

Desde una altura, un hombre contemplaba la fúnebre caravana. Era un anciano, pálido, demacrado, envuelto en una manta de lana, apoyándose con fatiga en un bastón. Era el viejo filósofo Tasio, que a la noticia del suceso quiso dejar su cama y acudir, pero sus fuerzas no le han permitido. El viejo siguió con la vista el carro hasta que desapareció a lo lejos; permaneció algún tiempo pensativo y cabizbajo, después se levantó y, trabajosamente, tomó el camino de su casa, descansando a cada paso.

Al día siguiente, los pastores le encontraron muerto en el umbral mismo de su solitario retiro.

[6] Niobe, reina de Tebas, creyéndose más importante y fuerte por sus siete hijos e hijas, desbarató una fiesta en honor a Latona, madre sólo de dos hijos, Apolo y Diana. Latona pidió venganza a sus hijos y Apolo asaeteó a los de Niobe uno a uno. El curioso puede ver el fin de la historia en Niobe.

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