Capítulo 45: Los Perseguidos

A FAVOR DE LA DÉBIL claridad que difunde la luna a través de las espesas ramas de los árboles, un hombre vaga por el bosque con paso lento y reposado. De tiempo en tiempo y como para orientarse, silba una melodía particular a la que suele responder otra lejana entonando el mismo aire. El hombre escucha atento, y después prosigue su camino en la dirección del lejano sonido.

Por fin, a través de mil dificultades que ofrece de noche una selva virgen, llega a un pequeño claro, bañado por la luna en su primer cuarto. Elevadas rocas, coronadas de árboles, se levantan alrededor formando una especie de derruido anfiteatro; árboles recién cortados, troncos carbonizados llenan el medio, confundidos con enormes peñascos que la naturaleza cubre a medias con su manto de verde follaje.

Apenas el desconocido hubo llegado, cuando otra figura, saliendo repentinamente detrás de una gran roca, avanza y sacando un revolver:

- ¿Quién eres? –pregunta en tagalo con voz imperiosa martillando el gatillo de su arma.

- ¿Está entre vosotros el viejo Pablo? –preguntó el primero con voz tranquila, sin contestar a la pregunta ni intimidarse.

- ¿Hablas del capitán?. Sí, está.

- Dile entonces que aquí le busca Elías –dijo el hombre que no era otro que el misterioso piloto.

- ¿Sois vos, Elías? –preguntó el otro con cierto respeto y acercándose, sin dejar por eso de apuntarle con su revolver-; entonces... venid...

Elías le siguió.

Penetraron en una especie de caverna, que se hundía en las profundidades de la tierra. El guía, que sabía el camino, le advertía al piloto cuando debía descender, inclinarse o arrastrarse; sin embargo, no tardaron mucho y llegaron a una especie de sala, alumbrada miserablemente por antorchas de brea, ocupada por doce o quince individuos armados, de fisonomías sucias y trajes siniestros, sentados unos, acostados otros, hablando entre sí apenas. Apoyados los codos sobre una piedra, que hacía el oficio de mesa y contemplando meditabundo la luz que difundía tan poca claridad para tanto humo, se veía un anciano de fisonomía triste, la cabeza envuelta de una venda ensangrentada: si no supiéramos que aquella era una caverna de tulisanes, diríamos, al leer la desesperación en el rostro del anciano, que era la Torre del Hambre en la víspera de devorar Ugolino a sus hijos. [14]

A la llegada de Elías y de su guía, los hombres medio se incorporaron, pero a una señal del último se tranquilizaron contentándose con examinar al piloto que estaba sin armas.

El anciano volvió lentamente la cabeza y se encontró con la seria figura de Elías, que le contemplaba descubierto, lleno de tristeza e interés.

- ¿Eras tú? –preguntó el anciano, cuya mirada, al reconocer al joven se animó algún tanto.

- ¡En qué estado os encuentro! –murmuró Elías a media voz y moviendo la cabeza.

[14] Ugolino della Gherardesca, muerto en Pisa en 1288. Es alusión a un episodio en el Canto XXXIII del Infierno en La divina Comedia de Dante. Ugolino con sus dos hijos y sus dos nietos fueron condenados a morir de hambre en una torre cuya puerta había sido tapiada. El genio de Dante crea con increible dramatismo los últimos dias de los desafortunados prisioneros, naturalmente con detalles que no pueden tener fundamento real aguno pues los cinco murieron en aislamiemto total dentro de la torre. Dante cuenta cómo uno de los hijos, al ver a su padre mordiéndose los brazos de dolor, le sugiere demencialmente que los coma pues el padre de quien recibieron la carne puede también disponer de ella. Esto y uno de los tercetos del Canto ha hecho creer a muchos que Ugolino, forzado por el hambre, comió los cadáveres de sus hijos. Dante, otra vez, crea poéticamente el horror de esos últimos momentos mostrando sólamente que fué mayor el hambre que el dolor de ver a los hijos y nietos sufrir muerte tan terrible y hace decir a Ugolino (original italiano en rojo, traducción libre al español en azul):
già cieco, a brancolar sovra ciascuno,
e due dì li chiamai, poi che fur morti.
Poscia, più che 'l dolor, poté 'l digiuno

Ciego busqué sus cuerpos macilentos,
tres días los llamé desatentado...
¡El hambre sofocó los sentimientos!

Dante incluye esta historia en el Canto XXXIII en la visita a una sala del infierno donde sufren los traidores y allí estaba Ugolino por traidor, no por antropófago. Ugolino está en el inferno después de pagar su crimen en la tierra con un fin horroroso a manos del obispo Ruggiero que también está en el infierno, atado a Hugolino en el lago de hielo que se reserva a los traidores. Rugiero traicionó a Ugolino invitándole a conversaciones para poder arrestarle y traicionó a la ciudad de Pisa al usar engaños para ponerla bajo control Guibelino. En este Canto Dante condena también al obispo por la atrocidad, execrada aún en tiempo de guerra en la Europa de medioevo, de condenar a niños inocentes a la misma muerte que su padre.
Se puede ver una traducción española, muy buena, de este canto en Canto XXXIII del Infierno (Divina Comedia).

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