Capítulo 42: Los Esposos De Espadaña - Page 2 of 7

Capitán Tiago, seguido de la tía Isabel, bajó corriendo las escaleras para recibir a los recién llegados. Estos eran el doctor D. Tiburcio de Espadaña, su señora, la doctora Dª. Victorina de los Reyes de la Espadaña y un joven español de fisonomía simpática y agradable aspecto.

Ella vestía una bata de seda, bordada de flores y un sombrero con un gran papagayo, medio machacado entre cintas azules y rojas; el polvo del camino, mezclándose con los polvos de arroz en sus mejillas, parecían aumentar sus arrugas; como cuando la vimos en Manila, hoy lleva también del brazo a su marido cojo.

- ¡Tengo el gusto de presentarle a Ud. a nuestro primo, D. Alfonso Linares de Espadaña! –dijo Dª. Victorina señalando al joven-; el señor es ahijado de un pariente del P. Dámaso, secretario particular de todos los ministros...

El joven saludó con gracia; Capitán Tiago por poco le besa la mano.

Mientras suben las numerosas maletas y sacos de viaje, mientras Capitán Tiago los conduce a sus aposentos, digamos algo acerca de este matrimonio, cuyo conocimiento hemos hecho tan ligeramente en los primeros capítulos.

Dª. Victorina era una señora de sus cuarenta y cinco agostos, equivalentes a treinta y dos abriles según sus cálculos aritméticos. Había sido bonita en su juventud, tuvo buenas carnes –así solía decirlo ella-, pero extasiada en la contemplación de sí misma, había mirado con gran desdén a muchos adoradores filipinos que tuvo, pues sus aspiraciones eran de otra raza. Ella no ha querido otorgar a nadie su blanca y diminuta mano, pero no por desconfianza, pues no pocas veces había entregado alhajas y joyas de inestimable valor a varios aventureros extranjeros y nacionales.

Seis meses antes de la época de nuestra historia, vio realizado su más hermoso sueño, el sueño de toda su vida, por el cual despreciara los halagos de la juventud y hasta las promesas de amor de Capitán Tiago, arrulladas en otro tiempo en sus oídos o cantadas en algunas serenatas. Tarde, es verdad, se ha realizado el sueño; pero Dª. Victorina que, aunque hablaba mal el español, era más española que la Agustina de Zaragoza, sabía el refrán “Más vale tarde que nunca” y consolábase con decírselo a sí misma. “No hay felicidad completa en la tierra” era su otro íntimo refrán, porque ambos no salían jamás de sus labios delante de otras personas.

Dª. Victorina, que ha pasado su primera, segunda, tercera y cuarta juventud tendiendo redes para pescar en el mar del mundo el objeto de sus insomnios, tuvo al fin que contentarse con lo que la suerte le quiso deparar. La pobrecita, si en vez de tener treinta y dos abriles, no hubiese tenido más que treinta y uno –la diferencia para su aritmética era muy grande-, habría devuelto al Destino la presa que le ofrecía, para esperar otra más en conformidad con sus gustos. Pero como el hombre propone y la necesidad dispone, ella, que tenía ya mucha necesidad de marido, vióse obligada a contentarse con un pobre hombre, que arrojó de sí Extremadura y que después de vagar el mundo seis o siete años, Ulises moderno, encontró al fin en la Isla de Luzón, hospitalidad, dinero y una Calipso trasnochada, su media naranja... ¡ay!, y la naranja era agria. Llamábase el infeliz Tiburcio Espadaña, y aunque tenía veinticinco años y parecía viejo, era sin embargo más joven que Dª. Victorina, que sólo tenía treinta y dos. El porqué de esto es fácil de comprender, pero peligroso de decir.

Había ido a Filipinas de oficial quinto de Aduanas, pero tuvo tan mala suerte que, además de marearse mucho y fracturarse una pierna durante la navegación, encontróse a los quince días de su llegada con la cesantía que oportunamente le trajo el Salvadora [1] cuando ya se encontraba sin un cuarto.

[1] Nombre del barco en el que Rizal salió por primera vez de Filipinas en 1882 a la edad de 21 años.

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