Capítulo 4: Hereje Y Filibustero - Page 3 of 3

- Recorría entonces su provincia un ex artillero, arrojado de las filas por demasiado bruto e ignorante. Como el hombre tenía que vivir y no le era permitido dedicarse a trabajos corporales que podrían dañar a nuestro prestigio, obtuvo de no sé quién el empleo de recaudar impuestos sobre vehículos. El infeliz no había recibido educación ninguna, y los indios lo conocieron bien pronto: para ellos es un fenómeno un español que no sabe leer ni escribir. Todo era burlarse del desgraciado, que pagaba con sonrojos el impuesto que cobraba y conocía que era objeto de burla, lo cual agriaba más su carácter, rudo y malo ya de antemano. Dábanle intencionadamente lo escrito al revés; él hacía ademán de leerlo y firmaba en donde veía blanco con garabatos que le representaban con propiedad. Los indios pagaban pero se burlaban; él tragaba saliva pero cobraba y en esta disposición de ánimo no respetaba a nadie y con su padre de Ud. había llegado a cambiar muy duras palabras. Sucedió que un día, mientras daba vueltas a un papel que en una tienda le habían entregado, deseando ponerlo al derecho, un chico de la escuela empezó a hacer señas a sus compañeros, reírse y señalarle con el dedo. El hombre oía las risas y veía la burla retozar en los serios semblantes de los presentes; perdió la paciencia, volviéndose rápidamente y empezó a perseguir a los muchachos que corrieron gritando, ba, be, bi, bo, bu. Ciego de ira y no pudiendo darles alcance, les arroja su bastón que hiere a uno en la cabeza y le derriba; corre entonces a él, le patea y ninguno de los presentes que se burlaban tuvo el valor de intervenir. Por desgracia pasaba por allí su padre; indignado, corre hacia el cobrador, le coge del brazo y le increpa duramente. Este, que sin duda vería todo rojo, levanta la mano, pero su padre no le dio tiempo, y con esa fuerza que delata al nieto de los vascongados... unos dicen que le pegó, otros que se contentó con empujarle; el caso es que el hombre vaciló, cayó a algunos pasos dando de cabeza contra una piedra. D. Rafael levanta tranquilamente al niño herido y lo lleva a tribunal. El ex artillero arrojaba sangre por la boca y ya no volvió en sí, muriendo algunos minutos después. Como era natural, intervino la justicia, su padre fue preso y todos los enemigos ocultos se levantaron entonces. Llovieron las calumnias, se le acusó de filibustero [33] y hereje: ser hereje es en todas partes una gran desgracia, sobre todo en aquella época, cuando la provincia tenía por alcalde a un hombre que hacía gala de devoción, que con sus criados rezaba en la iglesia en voz alta el rosario, quizás para que le oyesen todos y rezasen con él; pero ser filibustero es peor que ser hereje y matar tres colaboradores de impuestos que saben leer, escribir y hacer distinciones. Todos le abandonaron; sus papeles y libros fueron recogidos. Se le acusó por suscribir a El Correo de Ultramar y a periódicos de Madrid, por haberle a Ud. enviado a la Suiza alemana, por habérsele encontrado cartas y el retrato de un ajusticiado sacerdote ¡y qué sé yo más!. De todo se deducían acusaciones, hasta del uso de la camisa, siendo descendiente de peninsulares. De haber sido otro su padre de Ud. acaso hubiera salido pronto libre, pues hubo un médico que atribuyó la muerte del desgraciado cobrador a una congestión; pero, su fortuna, su confianza en la justicia y su odio a todo que no fuere legal ni justo, le perdieron. Yo mismo, a pesar de mi repugnancia a implorar la merced de nadie, me presenté al Capitán General, al antecesor del que tenemos: le hice presente que no podía ser filibustero quien acoge a todo español, pobre o emigrado, dándoles techo y mesa y en cuyas venas hierve aún la generosa sangre española; en vano respondí con mi cabeza, juré por mi pobreza y mi honor militar y sólo conseguí ser mal recibido, peor despedido y el apodo de chiflado.

El anciano se detuvo para tomar aliento, y viendo el silencio de su compañero, que escuchaba sin mirarle, prosiguió:

- Hice las diligencias del pleito por encargo de su padre. Acudí al célebre abogado filipino, el joven A., pero rehusó encargarse de la causa. “Yo la perdería”, me dijo. “Mi defensa sería un motivo de nueva acusación para él y quizás para mí. Acuda Ud. al Sr. M., que es un orador vehemente, de fácil palabra, peninsular y que goza de muchísimo prestigio”. Así lo hice y el célebre abogado se encargó de la causa que defendió con maestría y brillantez. Pero los enemigos eran muchos y algunos ocultos y desconocidos. Los falsos testigos abundaban y sus calumnias, que en otra parte se hubieran disipado en una frase irónica o sarcástica del defensor, aquí tomaban cuerpo y consistencia. Si el abogado conseguía anularlos poniéndolos en contradicción entre sí y consigo mismos, pronto renacían otras acusaciones. Le acusaron de haberse apoderado injustamente de muchos terrenos, y pidieron indemnización de daños y perjuicios; dijeron que mantenía relaciones con los tulisanes para que sus sembrados y animales fueran respetados. Al fin, embrollóse el asunto de tal manera que al cabo de un año nadie se entendía. El alcalde tuvo que dejar su puesto; vino otro que tenía fama de recto, pero éste, por desgracia, apenas estuvo meses; y el que le sucedió amaba demasiado los buenos caballos. Los sufrimientos, los disgustos, las incomodidades de la prisión o el dolor de ver a tantos ingratos, alteraron su salud de hierro y enfermó de ese mal que sólo la tumba cura. Y cuando todo iba a terminarse, cuando iba a salir absuelto de la acusación de enemigo de la Patria y de la muerte del cobrador, murió en la cárcel sin tener a su lado a nadie. Yo llegué para verle expirar.

El anciano se calló; Ibarra no dijo una sola palabra. Entretanto habían llegado a la puerta del cuartel. El militar se detuvo y tendiéndole la mano, le dijo:

- Joven, los pormenores pídaselos a Capitán Tiago. Ahora, ¡buenas noches!, es menester que vea si ocurre algo nuevo.

Ibarra estrechó con efusión, en silencio, aquella mano descarnada y en silencio le siguió con los ojos hasta que desapareció.

Volvióse lentamente y vio un coche que pasaba; hizo una seña al cochero.

- ¡Fonda de Lala! –dijo con acento apenas inteligible.

- Este debe venir del calabozo –pensó para sí el cochero, dando un latigazo a sus caballos.

[33] Se llamaba filibustero al filipino que defendía o trabajaba por la independencia del país. Se usó y abusó de la palabra para incluir a todo el que criticara no se aviniera con las injusticias y malgobierno del régimen español.

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kapalágayang-loób