Capítulo 21: Historia De Una Madre - Page 5 of 5

- ¡Bah!, ¡cosas del mezquino fraile! –dijo y ordenó que soltaran a la mujer y que no se ocupase nadie del asunto-. ¡Si quiere recobrar lo perdido, que lo pida a su S. Antonio o que se queje al nuncio!. ¡Vaya!.

A consecuencia de esto, Sisa fue echada del cuartel, casi a empujones, porque ella no quería moverse. Al verse en medio de la calle, echó a andar maquinalmente hacia su casa, aprisa, la cabeza descubierta, el cabello desarreglado y la mirada fija en el lejano horizonte. El sol ardía en su cenit y no había una nube que velara su resplandeciente disco; el viento agitaba débilmente las hojas de los árboles, el camino estaba ya casi seco; ni un ave se atrevía a dejar la sombra de las ramas.

Sisa llegó al fin a su casita. Entró en ella, muda, silenciosa; la recorrió, salió, echó a andar en todas direcciones. Corrió después a casa del viejo Tasio, llamó a la puerta, pero el viejo no estaba allí. La infeliz volvió a su casa y empezó a llamar a gritos: ¡Basilio!, ¡Crispín!, deteniéndose a cada momento y aplicando el oído con atención. El eco repetía su voz; el dulce susurro del agua en el vecino río, la música de las hojas de las cañas eran las únicas voces de la soledad. Volvía a llamar, subía a una altura, bajaba a un barranco, descendía al río, sus ojos erraban con expresión siniestra, se iluminaban de cuando en cuando con vivos resplandores, después se oscurecían, como el cielo en una noche de tormenta: diríase que la luz de la razón chisporroteaba y estaba próxima a apagarse.

Volvió a subir a su casita, sentóse en la estera donde se acostaron la noche anterior, levantó los ojos y vio un jirón de la camisa de Basilio en el extremo de una caña del dinding o tabique, que cae cerca del precipicio. Levantóse, cogiólo y lo examinó a la luz del sol: el jirón tenía manchas de sangre. Pero Sisa acaso no las viera pues bajó y continuó examinándolo en medio de los rayos abrasadores, levantándolo a lo alto; y como si sintiese oscurecerse todo y le faltase la claridad, miró al sol frente a frente y con los ojos desmesuradamente abiertos.

Siguió aún vagando de un lado a otro, gritando o aullando extraños sonidos; habría tenido miedo quien la hubiese oído: su voz tenía un raro timbre como no suele producir la laringe humana. Durante la noche, cuando la tempestad brama y el viento vuela con vertiginosa rapidez batiendo con sus invisibles alas un ejército de sombras que le persiguen, si os encontráis en un edificio arruinado y solitario, oís ciertos quejidos, ciertos suspiros que supondréis ser el roce del viento al azotar las altas torres o derruidos muros, pero que os llenan de terror y hacen que os estremezcáis sin poderlo remediar; pues bien, el acento de aquella madre era aún más lúgubre que esos desconocidos lamentos en las noches oscuras cuando brama la tempestad.

Así la sorprendió la noche. Quizás el cielo le concediera algunas horas de sueño durante las cuales el ala invisible de un ángel, rozando su pálido semblante, haya borrado su memoria reducida toda a dolores; quizás tantos sufrimientos no estarían a la medida de la débil resistencia humana e intervendría entonces la Madre Providencia con su dulce lenitivo, el olvido; sea ello lo que fuese, es el caso que al día siguiente, Sisa vagaba sonriendo, cantando o hablando con todos los seres de la Naturaleza.

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isáng bakol ang mukhá