Capítulo 17: Basilio - Page 2 of 3

Así permanecieron algún rato silenciosos.

- ¿Has cenado ya?. ¿No?. Hay arroz y sardinas secas.

- No tengo ganas; agua, quiero agua no más.

- ¡Sí! –repuso la madre con tristeza-, ya sabía yo que no te gustaban las sardinas secas; yo te había preparado otra cosa pero vino tu padre, ¡pobre hijo mío!.

- ¿Vino padre? –preguntó Basilio y examinó instintivamente la cara y las manos de su madre. La pregunta del hijo hizo oprimirse el corazón de Sisa, que le comprendió demasiado, así es que se apresuró a añadir-. Vino y preguntó mucho por vosotros, quería veros; tenía mucha hambre. Ha dicho que si seguís siendo buenos, volvería a quedarse con nosotros.

- ¡Ah! –interrumpió Basilio y sus labios se contrajeron con disgusto.

- ¡Hijo! –le reprendió ella.

- ¡Perdonad, madre! –repuso seriamente-, ¿no estamos mejor nosotros tres, vos, Crispín y yo?, pero lloráis; no he dicho nada.

Sisa suspiró.

- ¿No cenas?. Entonces acostémonos que ya es tarde.

Sisa cerró la choza y cubrió las pocas brasas con ceniza para que no se extinguiesen, como hace el hombre con los sentimientos del alma: cubrirlos con la ceniza de la vida que llaman indiferencia, para que no se apaguen con el trato cotidiano de nuestros semejantes.

Basilio murmuró sus oraciones y acostóse cerca de su madre que rezaba arrodillada..

Sentía calor y frío; procuró cerrar los ojos pensando en su hermanito que aquella noche contaba dormir en el regazo de la madre y ahora lloraría y temblaría de miedo en un rincón oscuro del convento. Sus oídos le repetían aquellos gritos, como los había oído en la torre, pero la cansada naturaleza principió a confundir sus ideas y el espíritu de los ensueños descendió sobre sus ojos.

Vio una alcoba donde ardían dos velas. El cura, con el bejuco en la mano, escuchaba sombrío al sacristán mayor, que le hablaba en un extraño idioma, con gestos horribles. Crispín temblaba y volvía los ojos llorosos a todas partes como buscando a alguien o un escondite. El cura se vuelve a él y le interpela irritado y el bejuco silba. El niño corre a esconderse detrás del sacristán, pero éste le coge, le sujeta y le ofrece al furor del cura: el infeliz pugna, patalea, grita, se tira al suelo, rueda, se levanta, huye, resbala, cae y para los golpes con las manos, que heridas, esconde vivamente, aullando. Basilio le ve retorcerse, golpear el suelo con la cabeza, ¡ve y oye el bejuco!. Desesperado, su hermanito se levanta; loco de dolor, se arroja sobre sus verdugos y muerde al cura en la mano. Este suelta un grito, deja caer el bejuco; el sacristán mayor coge un bastón, le da un golpe en la cabeza y el niño cae aturdido; el cura, al verse herido, le patea, pero ya no se defiende, ya no grita: rueda por el suelo como una masa inerte y deja un húmedo rostro...

La voz de Sisa le llamó a la realidad.

- ¿Qué tienes?. ¿Por qué lloras?.

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kaútutang-dilà