Capítulo 15: Los Sacristanes - Page 3 of 3

Pero una cabeza apareció saliendo del fondo de la escalerilla que conducía al piso principal, y esta cabeza, como la de Medusa, heló la palabra en los labios del niño. Era una cabeza prolongada, flaca, con largos cabellos negros; unas gafas azules le disimulaban un ojo tuerto. Era el sacristán mayor que así solía aparecer, sin ruido, sin prevenir.

Los dos hermanos se quedaron fríos.

- ¡A ti, Basilio, te impongo una multa de dos reales por no tocar a compás! –dijo con voz cavernosa, como si no tuviese cuerdas vocales-. Y tú, Crispín, te quedas esta noche hasta que no aparezca lo que has robado.

Crispín miró a su hermano como pidiéndole amparo.

- Tenemos ya permiso... madre nos espera a las ocho –murmuró tímidamente Basilio.

- ¡Es que tampoco te retirarás tú a las ocho, hasta las diez!.

- Pero, señor, a las nueve ya no se puede andar y la casa está lejos.

- Y ¿me querrás tú mandar a mí? –le preguntó irritado el hombre. Y cogiendo a Crispín del brazo trató de arrastrarle.

- ¡Señor, hace ya una semana que no hemos visto a nuestra madre! –suplicó Basilio cogiendo a su hermanito como para defenderle.

El sacristán mayor de una palmada le apartó la mano y arrastró a Crispín, que comenzó a llorar dejándose caer al suelo mientras decía a su hermano:

- ¡No me dejes, me van a matar!.

Pero el sacristán, sin hacerle caso, le arrastró escaleras abajo, desapareciendo entre las sombras.

Basilio se quedó sin poder articular una palabra. Oyó los golpes que daba el cuerpo de su hermano contra las gradas de la escalerilla, un grito, varias palmadas, y después se perdieron poco a poco aquellos acentos desgarradores.

El muchacho no respiraba: escuchaba de pie, con los ojos extremadamente abiertos y los puños cerrados.

- ¿Cuándo podré arar un campo? –murmuró entre dientes, y bajó precipitadamente.

Al llegar al coro se puso a escuchar con atención; la voz de su hermanito se alejaba a toda prisa y el grito: ¡madre!. ¡hermano!, se extinguió completamente al cerrarse una puerta. Tembloroso, sudando, detúvose un momento; mordióse el puño para ahogar un grito que se le escapaba del corazón y dejó vagar sus miradas en la semioscuridad de la iglesia. Allá ardía débilmente la lámpara de aceite; el catafalco estaba en medio; las puertas todas cerradas, y las ventanas tenían rejas.

De repente subió la escalerilla, pasó el segundo cuerpo donde ardía la vela y subió al tercero. Desató las cuerdas que sujetaban los badajos y después volvió a descender pálido, pero sus ojos brillaban y no por las lágrimas.

La lluvia en tanto comenzaba a cesar y el cielo se despejaba poco a poco.

Basilio anudó las cuerdas, ató un cabo a un balaustre de la barandilla y, sin acordarse de apagar la luz, se dejó deslizar en medio de la oscuridad.

Algunos minutos después, en una de las calles del pueblo se oyeron voces y resonaron dos tiros, pero nadie se alarmó y todo quedó otra vez en silencio.

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