Capítulo 5: La Nochebuena De Un Cochero - Page 2 of 4

El cochero volvió á suspirar. Los indios de los campos conservan una leyenda de que su rey, aprisionado y encadenado en la cueva de San Mateo 5, vendrá un día á libertarles de la opresion. Cada cien años rompe una de sus cadenas, y ya tiene las manos y el pié izquierdo libres; solo le queda el derecho. Este rey causa los terremotos y temblores cuando forcejea ó se agita, es tan fuerte que, para darle la mano, se le alarga un hueso, que á su contacto se pulveriza. Sin poderse explicar el por qué, los indios le llaman el rey Bernardo 6, acaso por confundirle con Bernardo del Carpio.

—Cuando se suelte del pié derecho, murmuró el cochero ahogando un suspiro, le daré mis caballos, me pondré á su servicio y me dejaré matar... El nos librará de los civiles.

Y con mirada meláncolica seguía á los tres reyes que se alejaban.

Los muchachos venian despues en dos filas, tristes, serios como obligados por la fuerza. Alumbraban unos con huepes7, otros con cirios y otros con faroles de papel en astas de caña, rezando á voz en grito el rosario como si riñesen con alguien. Despues venía S. José en modestas andas, con su fisonomía resignada y triste y su baston con flores de azucenas, en mediode dos guardias civiles como si le llevasen preso : ahora comprendía el cochero la espresion de la fisonomía del santo. Y sea porque la vista de los guardias le turbase ó no tuviera en gran respeto al santo que iba en semejante compañia, no rezó ni siquiera un requiem æternam. Detras de S. José venían las niñas alumbrando, cubiertas la cabeza con el pañuelo anudado debajo del menton, rezando igualmente el rosario aunque con menos ira que los muchachos. En medio se veían algunos arrastrando conejitos de papel 8 de Japon, iluminados con una candelita roja, levantada la colita hecha de papel recortado. Los chicos acudian á la procesion con aquellos juguetes para alegrar el nacimiento del Mesias. Y los animalitos, gordos y redondos como un huevo, parecían tan contentos que á lo mejor daban un brinco, perdían el equilibrio, se caían y se quemaban; el dueño acudía á apagar tanto ardor, soplaba, estinguía las llamas á foerza de golpes y viéndolo destrozado se ponía á lo mejor á llorar. El cochero observaba con cierta tristeza que la raza de los animalitos de papel desaparecía cada año como si tambien les atacase la peste como á los animales vivos. El, Sinong el apaleado, se acordabade sus dos magníficos caballos que para preservarlos del contagio había hecho bendecir segun los consejos del cura gastándose diez pesos : — ni el gobierno ní los curas habían encontrado mejor remedio contra la epizootia — y con todo se le murieron. Sin embargo se consolaba porque, desde las rociadas de agua bendita 9, los latines del Padre y las ceremonias 10, los caballos echaron unos humos, se dieron tal importancia que nose dejaban enganchar y él, como buen cristiano, no se atrevía á castigarlos por haberle dicho un Hermano tercero que estaban benditados.

Cerraba la procesion la Virgen, vestida de Divina Pastora con un sombrero de frondeuse de anchas alas y largas plumas, para indicar el viaje á Jerusalem. Y á fin de que se explicase el nacimiento, el cura había mandado que abultasen algo más el talle y le pusiesen trapos y algodon debajo de las faldas, de modo que nadie pudiera poner en duda el estado en que se encontraba. Era una bellísima imágen, triste igualmente de espresion como todas las imágenes que hacen los filipinos, con un aire algo avergonzado, de como la había puesto el P. Cura tal vez. Delante venían algunos cantores, detrás algunos músicos y los correspondientes guardias civiles. El cura, como era de esperar despues de lo que había hecho, no venía : aquel año estaba muy disgustado por haber tenido que servirse de toda su diplomacia y gramática parda á fin de convencer á los vecinos á que pagasen treinta pesos cada misa de Aguinaldo en vez de los veinte que solía costar.

— Os estais volviendo filibusteros, había dicho.

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