Capítulo 39: Conclucion - Page 4 of 8

—Pero un antídoto, señor Simoun... tengo apomorfina...tengo éter, cloroformo...

Y el sacerdote trataba de buscar un frasco hasta que Simoun,impaciente, gritó:

—Es inútil... es inútil ! No pierda usted tiempo! Me iré conmi secreto!

El clérigo, aturdido, se dejó caer sobre el reclinatorio, oró álos piés del Cristo ocultando la cara en las manos y despues selevantó serio y grave como si hubiese recibido de su Dios todala energía, toda la dignidad, toda la autoridad del Juez de lasconciencias. Acercó un sillon á la cabecera del enfermo, y sedispuso á escuchar.

A las primeras palabras que le murmuró Simoun, cuando ledijo su verdadero nombre, el anciano sacerdote se echó paraatrás y le miró con terror. El enfermo se sonrió amargamente.Cogido de sorpresa, el hombre no fué dueño de sí mismo, peropronto se dominó y cubriéndose la cara con el pañuelo, volvióá inclinarse y á prestar atencion.

Simoun contó su dolorosa historia, cómo, trece años antes,de vuelta de Europa, lleno de esperanzas y risueñas ilusiones,venía para casarse con una joven que amaba, dispuesto á hacer el bien y á perdonar á todos los que le han hecho mal, con talque le dejasen vivir en paz. No fué así. Mano misteriosa learrojó en el torbellino de un motin urdido por sus enemigos;nombre, fortuna, amor, porvenir, libertad, todo lo perdió y solose escapó de la muerte gracias al heroismo de un amigo. Enton-ces juró vengarse. Con las riquezas de su familia, enterradas enun bosque, escapóse, se fué al estrangero y se dedicó al comercio.Tomó parte en la guerra de Cuba, ayudando ya á un partido yaá otro, pero ganando siempre. Allí conoció al General, entoncescomandante, cuya voluntad se captó primero por medio de ade-lantos de dinero y haciéndose su amigo despues gracias á crí-menes cuyo secreto el joyero poseía. El, á fuerza de dinero leconsiguió el destino y una vez en Filipinas se sirvió de él comode ciego instrumento y le impulsó á cometer toda clase de injus-ticias valiéndose de su inextinguible sed del oro.

La confesion fué larga y pesada, pero durante ella el confesorno volvió á dar ningun signo de espanto y pocas veces inte-rrumpió al enfermo. Era ya de noche cuando el P. Florentino,enjugándose el sudor de rostro, se irguió y se puso á meditar.Reinaba en la habitacion oscuridad misteriosa, qué los rayosde la luna, entrando por la ventana, llenaba de luces vagas yreflejos vaporosos.

En medio del silencio, la voz del sacerdote resonó triste,pausada, pero consoladora :

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nábagsák