Capítulo 38: Fatalidad

Matanglátvin era el terror de Luzon. Su banda tan prontoaparecía en una provincia donde menos se la esperaba comohacía irrupcion en otra que se preparaba á resistirle. Quemabaun trapiche en Batangas, devastaba los sembrados; al díasiguiente asesina al juez de Paz de Tiani, al otro sorprenderáun pueblo en Cavite y se apoderará de las armas del tribunal.Las provincias del centro, desde Tayabas hasta Pangasinan,sufrían de sus depredaciones y su nombre sangriento llegabahasta Albay, en el sur, y en el norte, hasta Kagayan. Desar-mados los pueblos por la desconfianza de un gobierno débil,caían en sus manos como fáciles presas; á su aproximacion,los agricultores abandonaban sus campos, los ganados sediezmaban y un rastro de sangre y 'fuego marcaba su paso.Matanglawin se burlaba de todas las medidas severas que sedictaban contra los tulisanes: de ellas solo sufrían los habi-tantes de los barrios, que cautivaba ó maltratba si se le resistían,6 si pactaban con él eran azotados 6 desterrados por el go-bierno, si es que al destierro llegaban y no sufrían en el caminoun mortal accidente. Gracias á esta terrible alternativa, muchoscampesinos se decidían á alistarse bajo su mando.

Merced á este régimen de terror, el comercio de los pueblosagonizante ya, moría por completo. El rico no se atrevía áviajar, y el pobre temía ser preso por la Guardia Civil quien,obligada á perseguir á los tulisanes, cogía muchas veces alprimero que encontraba y le sometía á torturas indecibles. Ensu impotencia, el gobierno hacía alardes de vigor en las perso-nas que le parecían sospechosas, para que, á fuerza de crueldad,los pueblos no conociesen su flaco, el miedo que dictaba talesmedidas.

Un cordon de estos infelices sospechosos, seis 6 siete, atadoscodo con codo y maniatados como racimo de carne humana,marchaba una siesta por un camino que costeaba un monte,conducido por diez ó doce guardias, armados de fusiles. Hacíaun calor estraordinario. Las bayonetas brillaban al sol, elcañon de los fusiles se calentaba y las hojas de salvia, puestasen los capacetes, apenas bastaban para amortiguar los efectosdel mortífero sol de Mayo.

Privados del uso de sus brazos y pegados unos á otros paraeconomizar cuerda, los presos marchaban casi todos descu-biertos y descalzos: el que mejor, tenía un pañuelo atado entorno de la cabeza. Jadeantes, miserables, cubiertos de polvoque en lodo convertía el sudor, sentían derretirse sus cere-bros, flotar luces en el espacio, manchas rojas en el aire. Laestenuacion y el desaliento estaban pintados en el semblante, ladesesperacion, la ira, algo indefinible, mirada de moribundoque maldice, de hombre que reniega de la vida, de sí mismo,que blasfema contra Dios... Los más resistentes bajaban lacabeza, frotaban la cara contra las sucias espaldas del que vadelante para enjugarse el sudor que les cegaba; muchos coje-aban. Si alguno, al caerse, entorpecía la ,marcha, oíase uninsulto y un soldado venía blandiendo una rama, arrancada deun arbol, y le obligaba á levantarse, pegando á diestro y ásiniestro. El cordon corría entonces arrastrando al caido que serevolcaba en el polvo y ahullaba pidiendo la muerte : porcasualidad conseguía levantarse, ponerse de pié, y entoncesseguía su canimo llorando como un niño y maldiciendo la horaen que le concibieron.

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